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Los Incas.

Los Incas.

A lo largo de toda la cordillera andina, iluminado por el sol, la tupida y extensa vegetación y la sugestiva presencia de los insondables riscos que incluso hoy continúan cautivando el ánimo, se alzó imponderable, a 3.400 metros de altitud, Tahuantisuyo, o el más conocido Incario (país de los Incas). Esta impresionante región que se extendía a lo largo de toda el área cultivable de los andes peruanos y parte de Colombia fue la patria y el signo de identidad de la que probablemente haya sido una de las sociedades primitivas más considerables y también complejas de las que se tiene conocimiento.


Los Incas eran una civilización extensa y abundante. Se expandieron a lo largo de toda la zona costera de la cordillera andina y habitaron incluso las más inaccesibles zonas de la sierra donde fueron precursores de un sistema agrario que les permitía el asentamiento permanente en lugares donde el cultivo era complicado la mayor parte del año. El regadío se realizaba con agua de lluvia recogida y racionada de forma ingeniosa, de manera tal que la cosecha resultaba siempre fructífera y abundante en cualquier época, proporcionando así una calidad de vida altamente razonable para una sociedad que no hubiera podido comprender ni por somero acercamiento ninguno de los adelantos del mundo moderno.


Desde luego, los Incas no eran populares entre sus contemporáneos precisamente por su forma de cultivar la tierra o almacenar recursos para las temporadas difíciles, aunque es lógico que estos adoptaran aquellas costumbres. Si algo fue lo que hizo que los Incas fueran los insignes soberanos del histórico Incario fue su capacidad para asimilar culturas y conquistarlas en la mayoría de las veces de forma atemperada y pacífica. Aunque desde luego eran temidos por el carácter que sus hordas desencadenaban en los ataques, estos no se manifestaban a no ser que la posible absorción o integración de una cultura o civilización por parte del incipiente imperio resultase un problema para la expansión natural de este. El verdadero poder Inca residía pues en la forma de conquistar otros pueblos o culturas, que no era otra que una inteligente maniobra de carácter político y prácticamente comercial en la que se ofrecía el beneficio del sustento, de la administración pública y la ley mediante el pago de los impuestos correspondientes al soberano Inca. Este era el poderoso por excelencia, el jefe de estado, emperador y absoluto juez de la sociedad. El Inca, el soberano señor, al igual que los faraones del antiguo Egipto, era adorado como un dios. Se sometían a él todos los miembros de la sociedad, se le idolatraba y se le servía como único amo y señor. Al igual también que los faraones, sólo los individuos más presentes en la vida de este, familiares principales, sacerdotes y personajes de la alta nobleza, tenían la licencia de hablarle y estar en su presencia, siempre y cuando, estos tuvieran la delicadeza de mantener sus ojos a una altura prudencialmente baja y no elevar jamás el tono de su voz por encima de la suya. Las riquezas que rodeaban al Inca o soberano bien pudieran haber dado pie al primer escalón en la leyenda de “El dorado”, ya que tanto su residencia como su vestimenta, adornos personales o el trono o silla en la que se le transportaba, estaban fabricados exclusivamente de oro, dado que este era el metal más codiciado por los Incas y se conocía que era este una manifestación natural de los dioses.

Aunque menos ataviados, también eran importantes los papeles sociales y de ostentación de miembros Incas como la Coya o esposa oficial del soberano, los sacerdotes, los nobles e incluso las cientos de concubinas que formaban el cortejo del señor. Todos tenían la obligación de vestir y vivir habitualmente de forma ufana con intención de magnificar la importancia del soberano ante la sociedad Inca. Esta condición de vida venía impuesta por una forma jerárquica de entender la estructuración de clases. Socialmente, la figura preponderante era, como ya hemos dicho, la del Inca, en cuyas manos se encontraba el máximo poder terrenal y a su vez la vía de unión entre lo divino y lo humano mediante su persona. Esto permitía, a parte de procurar una perpetuidad dinástica y un control político, religioso y social absoluto, proteger al soberano de posibles conspiraciones que un mero hombre tendría si tuviera sobre sí tal magnitud de poder sin ser rodeado de un cierto halo de divinidad. Nadie jamás se atrevería a poner una mano sobre un dios vivo en una sociedad de ética tribal o no desarrollada (recordemos que esta falta de divinidad fue la causante de los muchos asesinatos a soberanos que tuvieron lugar en la república de Roma). Así, de esta forma, la estructura social se aposentaba sobre bases firmes e inamovibles y el control del poder quedaba asegurado. Inmediatamente después, en la escala jerárquica Inca, seguía la presencia de la Coya o esposa del emperador, como ya hemos comentado antes. La nobleza se dividía en cuatro grupos: consanguínea o parientes del soberano, los nobles destacados de la vida cotidiana y que formaban la corte Inca, los nobles feudales o provinciales (pequeños soberanos de ciertos territorios que formaban los pueblos absorbidos) y los nobles que se habrían ganado este derecho por ser importantes miembros de la sociedad, ya sea por méritos sociales o militares. La casta sacerdotal era, al igual que en los egipcios, de vital importancia y constituía una nobleza a parte, disponiendo de grandes privilegios económicos y de independencia política. Los miembros de la casta sacerdotal pertenecían en sus más altos cargos a la nobleza consanguínea; por ejemplo, el Huillacomo o sacerdote principal pertenecía siempre a la familia directa del señor Inca y la gran mayoría de los Ichori o sacerdotes tenían algún rasgo en común con el monarca. Los “chamanes”, médicos o magos (en lengua quechua Omos) y los Achis o astrólogos pertenecían casi siempre a la nobleza o se habían ganado la posición a base de un arduo trabajo y mucho sacrificio personal. Por debajo de todos estos se encontraban las Acllas que eran vírgenes escogidas desde muy jóvenes como futuras concubinas del soberano. La escala social se cierra con el pueblo llano (campesinos en su mayoría) y los llamados Yanacunas, una especie de subordinados o sirvientes que realizaban las peores tareas y los cuales no disponían de ningún tipo de derecho ni consideración.

Los Incas comenzaron a construir su historia hacia el año 1200 D.C. conquistando y asimilando pueblos. Se consolidan como imperio unos doscientos cuarenta años después y perfilan como su “meca” particular la que hasta entonces había sido la capital del estado Inca y después capital del imperio “Cuzco”, que aún hoy sigue siendo de visita indispensable para el viajante en busca del insondable pasado. Desde esta capital se controla y se administra el imperio. Los ciudadanos Incas no pueden trasladarse de una región Inca a una anexionada sin una orden explícita (hay que tener en cuenta que hablamos de una extensión gigantesca que comprende parte de tres países aparte de Perú), comienza el control militar por regiones, la enseñanza del Runasimi o doctrina religiosa, la diferencia entre la ley política y la religiosa y empiezan a moverse los engranajes de la recaudación de impuestos.

Las leyes políticas y de estado Incas eran realmente duras; aunque se permitían ciertas licencias delictivas con respecto a la política religiosa, el estado era extremadamente cruel con los delitos materiales, la agresión, el falso testimonio o el asesinato y las penas podían ser realmente duras, finalizando siempre con la muerte del reo en cuestión. Los castigos para delitos de guerra eran terminantemente fatales, si bien es cierto que, como ya hemos comentado, sólo se llegaba a este límite en caso de que la anexión de una civilización fuera imposible mediante la “compra” legal de la misma o ante una amenaza de rebelión. No obstante para el completo control de las provincias o pueblos adquiridos se instalaban en las principales capitales una especie de embajadas que comprendían una administración estatal y una representación religiosa en la mayoría de las veces en forma de templo. También se formaban delegaciones (los llamados Mitmas) que se comprendían de grupos de personas o familias que eran enviadas a ciertas provincias como presencia puramente Inca, como sanción o para un mayor control sobre estos feudos que se consideraban quizá conflictivos.

La religión Inca era politeísta pero distanciaba ligeramente de sociedades como las indoeuropeas en un mayor pragmatismo de sus creencias. No nos encontramos pues con dioses representativos de cada uno de los aspectos de la naturaleza o la vida a los que recurrir para una calidad moral de vida o una ética de comportamiento estricta o no; el panteón Inca se complementa con dioses del día a día a los que se hacían continuos sacrificios y a los cuales entregaban la custodia del bienestar. La existencia de los dioses Incas no es moral, aunque propone una ética de comportamiento, si no más bien material, en la que los dioses juegan un papel altamente importante en la alimentación diaria, en la higiene y en la salud. Entidades divinas como Illapa, dios de la lluvia y su esposa Pachamama, diosa de la tierra, eran mencionados continuamente en la vida diaria de los Incas bendiciendo los alimentos, el agua o la ropa que se usaba habitualmente antes de comenzar las labores propias de cada día. Inti, dios del sol era el mediador de los demás dioses y portador de las buenas cosechas y de la natalidad entre otras. Esto nos lleva a comprender como para estas gentes resultaba más positivo vivir cada día y alimentarse sin problemas, que los posibles castigos morales o éticos que impondrían los dioses; para estos menesteres los Incas confiaban más en el estado y en su soberano, en línea directa con la divinidad y cuyos castigos se cumplían más a ciencia cierta que los de los dioses.


La muerte componía una parte importante de la cultura Inca. El culto a los dioses iba unido habitualmente al culto a los muertos, creencia heredada de las antiguas tribus primitivas y mantenida a través de los siglos. Creían que después de muertos la vida continuaba de la misma forma que había transcurrido aquí y que cada uno de los miembros pertenecientes a la sociedad seguía cumpliendo sus funciones después de muerto. No es de extrañar, según estas creencias, que las momias andinas encontradas por los arqueólogos se encuentren vestidas con sus mejores galas, con sus enseres personales y con comida y bebida suficientes para un viaje que se antojaba largo y que desembocaría en una especie de “despertar” al “otro lado”, lugar en el que seguirían cumpliendo exactamente con las mismas funciones que en la vida terrena. Para mantener una apariencia digna y poder llegar entero al mundo de los muertos, se embalsamaba el cuerpo con la intención de conservarlo para el viaje. Se utilizaban hierbas, ungüentos y lociones destiladas exclusivamente con este motivo y, dependiendo de su condición social, se les enterraba, bien en pequeñas cavidades excavadas en la tierra, bien en pequeñas construcciones en forma de torre; aunque también es cierto que los grandes señores se hacían construir enormes mausoleos con la intención de mantener su condición social por encima de los anteriores señores una vez llegados a la otra vida.

Cuando los españoles desembarcaron en Perú hacia 1528 las diferencias sociales eran extremadamente notables entre los nobles y el pueblo, ya que los anteriores pretendían que estos últimos no alcanzaran nunca conocimientos suficientes como para encabezar algún tipo de rebelión y echar abajo el poder que tanto esfuerzo, consideraban, les costaba mantener. Este disgusto social de las castas más bajas probablemente fue una de las razones decisivas para la aniquilación tan rápida de un imperio tan sumamente grande como este, ya que sociedades más pequeñas que esta no sucumbieron tan rápidamente a la conquista de los españoles. Si juntamos las diferencias políticas internas entre Atahualpa (el último soberano Inca) y su gobierno, dividido entre sus acérrimos y sus detractores unidos a su hermano Huascar, con el malestar social y la presunción (con continuas guerras y cismas internos), se comprende la facilidad que encontró Pizarro en 1532 para llegar a Cajamarca y derrotar de un golpe a un cansado y somnoliento imperio que cayó como un pájaro en pleno apogeo de su cultura, una extraordinaria cultura que quedará para siempre guardada en el baúl de la eternidad.


Varias fuentes. Recopilación realizada por A. Torres Sánchez.

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