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EL JARDÍN DE LOS FRAILES (extracto).

EL JARDÍN DE LOS FRAILES (extracto). CAPITULO XII.

Decía con frase acerada el padre Miguélez: "No es necesario que el septentrión los lance; ¡los bárbaros están en España!".
Debo al Escorial -a sus escuelas- el apresto necesario para entender esa máxima impregnada de españolismo y recibirla en espíritu y verdad; y a la percepción cabal de su sentido -decadencia del estado glorioso preexistente-, una timidez egoísta, un recelo que me impedían avanzar por la ruta abierta a mis sentimientos españolísimos. Me atollaba sin saberlo en un desbarajuste raro; la pasión nacional encandilada por muchos cebos, quería encabritarse y alzaba la cerviz soberbia: puro goce de dar suelta al orgullo y henchir con su viento el énfasis, la hipérbole y otras capacidades donde asiste el desenfreno. El ánimo se lanzaba en tal orgía por engreírse a sus anchas una vez siquiera: érale permitida toda licencia, en razón del objeto sublime. Pero buscaba saciedad apacible, que no martirios nuevos. Al desmandarse, la pasión nacional embestía con el cimiento histórico de nuestra noción de España y replegaba maltrecha las alas.
Tarde comencé a ser español. De mozo me criaba en un españolismo edénico, sin acepción de bienes y males. Veía en el mapa las lindes de una España, pero éste era nombre sin faz; moralmente, no advertía sus límites ni sospechaba que los hubiese. Las anécdotas colegidas bajo el rótulo de Historia general no vivían más que un libro de estampas. Acaso me deslumbró el gran fuego de nuestro hogar alcalaíno. Restos de la tradición literaria complutense aleteaban en mi pueblo, al declinar el siglo diecinueve. Juristas viejos, imbuídos de humanidades; algún hidalgo desvencijado, sin dos adarmes de meollos, recitador de Horacio; labradores ricos que empezaran en su mocedad a cursar "estudios mayores"; escribas de la curia toledana, que a poco más hubieran alcanzado a Flórez embanastado en su celda de San Agustín; y un canónigo, el último catedrático de la universidad, que murió de un atracón de sandía..., mantuvieron en Alcalá el culto fervoroso de los antepasados: No vivían en su tiempo; el mundo no rodaba desde el día mismo que la Universidad de Cisneros se cerró; las prensas dejaron de parir en cuanto los tórculos alcalaínos se enmohecieron. En sus rancios libros, en sus buenos libros -hechos trizas luego, cuando sus bibliotecas dilapidadas fueron a parar en las droguerías-, se empapaban de erudición anodina. Sabían los aniversarios, las idas y venidas de los héroes, sus posadas, sus sepulturas. Eran tercos, grandilocuentes. Daban guardia a la cuna de Cervantes, defendiéndola de los manchegos rapaces venidos por hurtarla...

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Advine al rango de español por dos caminos; ensanchando hasta el confín de la Península el área plantada de laureles y robando a mi propensión admirativa su inoperante candor. Temblé con emociones menos suaves; descubrí un antagonismo; milité contra las fuerzas agresivas, dotadas de significancia moral opuesta a la que ministraban los frailes. Mis sentimientos españolistas ganaron en violencia lo que perdían de libertad, y ratrayéndose a su origen, oprimidos, zumbaron amenazas sordas, como nube de pedrisco a punto de desgajarse. No me bastó, llanamente, engrosar el caudal de las cosas que sabía ni seguir la inclinación del instinto, para verme de pronto roído por el despecho, abrasado de malquerencias, o presa de abatimiento rencoroso, como quien viene lisiado al mundo, o enfermo incurable, o desposeído sin justicia de alguna cualidad común al mayor número de gente: en el pasto de que iba nutriéndose mi opinión de español, debieron de echar cierta levadura que se agrió. Padecíamos en cuanto españoles la suerte de Abel. Nuestra virtud, la superior comprensión del plan eterno, suscitaron la liga de los bárbaros con el espíritu del mal. Es el español semidiós derrocado; su generosidad pertenece a otro siglo. De tal manera, descubrir nuestra posición en el mundo -el crimen contra España, escándalo de la Historia- y quedar emponzoñados, viendo frustrarse en la raíz las esperanzas naturales, era todo uno. A quién aborrecíamos más: si al extranjero envidioso o a los españoles apóstatas -los bárbaros del padre Miguélez-, no lo recuerdo....

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Mirándolo bien ¡qué vida regalona nos proponían! El español bueno no tiene que devanarse los sesos; ser castizo le basta. Todo está inventado, puestas las normas: gobernar como Cisneros; escribir como Cervantes; y hallándose frente al mundo en actitud de litigante desposeído por la fuerza del bien que le pertenece, meterse en un rincón a devorar el reconcomio, no tratarse con nadie, pedir para los émulos victoriosos el mayor mal posible. Su deber es imitar, conservar, en espera de tiempos mejores o que fallado el último juicio, confundidas las potestades diabólicas, la misión española se justifique. Holgorio del calete preparado para cortas fatigas y de la reacia voluntad era esa pauta; pero el sentimiento de la injusticia universal nos penetraba de amargura. Creíamos inadmisible nuestra virtud; no podíamos negar la ruina del poder; la oposición entre los méritos que alcanzábamos y su paga nos volvía el mundo en un valle de lágrimas; estábamos más tristes cuanto más convencidos de nuestra capacidad, de nuestro derecho. En poco tiempo la crítica soliviantada por escarmientos ruidosos acreditó otra opinión: la ruina española es aborto de una raza incapaz. Desabrido fallo, no muy lejano psicológicamente de la ilusión antigua. Me pago de haber sabido por uno de los más listos intérpretes de los oráculos este aforismo:
-En España escasea lo ario, ¡eso es lo espantoso!
Preguntaban si la casta española se avendría con la civilización y la respuesta diferida tantos siglos era adversa: mala ralea, poco rejo; las calaveras lo prueban, dejándose medir. ¡Pesado infortunio! Pero el encantamiento quedó al descubierto. Fuese por excelencia en la virtud y consecuente inquina del mundo o por tacha del linaje, la culpa no es personalmente nuestra; inútil sería resolverse contra el destino. En los años de colegio, cuando la persuasión de pertenecer a un pueblo corrupto, retoño enclenque de un tronco viejo, no había podrido la raíz de mi españolismo, nuestra protesta sentimental contra el despojo era aferrarnos en lo que poseíamos, adorar lo que nadie podría quitarnos, caer pasmados ante los emblemas. Después de la religión, en nada nos mirábamos como en la literatura del siglo de oro. Más ortodoxia que guardar. Habíamos sacado el arte y el idioma de la nada o los había puesto Dios en nuestra alma como puso el primer hombre en el paraíso. Bien que no pudieran arrebatarnos esa prenda, tras de las Américas, no era floja tarea conservarla pura. Los frailes nos excitaban a perseverar.
-¡Los tengo aquí, todos, todos...!- decía el padre Miguélez tirándose del lóbulo de la oreja.
Se refería a los galicismos.
El aspecto de los soldados, si entraba en El Escorial una manga de ellos, nos enardecía. Subiendo por la carretera dos filas de jinetes, tan altos, con plumeros blancos y recias hombreras de metal, sable en mano, al paso cadencioso de los fuertes caballos, una tarde de entierro queríamos escaramuzar con dos colegiales norteamericanos. Los jinetes daban escolta al cuerpo de una infanta vieja que poco antes de morir nos visitó, quizá por serle urgente recabar sepultura. El banquete que le dieron en un comedor donde preside el "Choricero" de Goya, acabó impensadamente con mal presagio. Tres estudiantes desmandados, introduciéndose a hurtadillas, cuando levantaban los manteles, en el comedor, devastaron cantidad de viandas y de mosto. Salieron claustro adelante por el palacio, pasaron al coro de la basílica y con horrísonas blasfemias, inéditas, en la mansión del Rey Prudente, ahuyentaron a la comunidad que estaba en sus rezos; danzaron una danza báquica en torno del grandioso facistol y dándole a la lámpara vertieron por el suelo a chorros el aceite y el agua. Los manes del lugar debieron de irritarse. Ello es que la Infanta murió en seguida, aunque la pobre no tuvo culpa en el sacrilegio. De la pompa con que la enterraban era tan fascinante el séquito militar que decíamos a los camaradas ultramarinos, señalando a los coraceros:
-¡Eh! ¿Qué tal? ¡Con éstos entramos a Nueva York!

Manuel AZAÑA (1880-1940).

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