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Los JESUITAS.

Los JESUITAS. PRESENTACIÓN.

En 1767, los jesuitas fueron acusados de servir a la curia romana en detrimento de las prerrogativas regias, de fomentar las doctrinas probabilistas, de simpatizar con la teoría del regicidio, de haber incentivado los motines de Esquilache un año antes y de defender el laxismo en sus Colegios y Universidades. El destierro que, de madrugada, les sorprendió en sus residencias, respondía a una importante maniobra política que venía gestándose desde que en abril de 1766, se emprendiera la Pesquisa Secreta, creada con la excusa de descubrir a los culpables de los disturbios madrileños de marzo del mismo año, pero que pretendía, como auténtico objetivo, comprometer a la Compañía de Jesús en los alborotos populares que habían hecho huir de Madrid al monarca. Así, con una efectividad y un sigilo sin precedentes, en la madrugada del 2 de abril de 1767, Carlos III expulsó a todos los jesuitas que habitaban en sus dominios.

ALGUNAS NOTAS SOBRE LA HISTORIA DE LA COMPAÑÍA.

El nacimiento de la COMPAÑÍA de JESÚS.

La Compañía de Jesús nació entre 1538 y 1541, en un momento histórico en el que se estaba produciendo una profunda renovación de la espiritualidad. Entre las órdenes religiosas se estaba asentando el movimiento de la observancia. El protestantismo avanzaba por Europa. El erasmismo, considerado heterodoxo, era perseguido. Y las autoridades católicas consideraban cada vez más necesaria la convocatoria de un Concilio general.

La Compañía apareció gracias a la iniciativa de Ignacio López de Loyola. Un personaje extraño, controvertido, difícil de clasificar, que podemos situar ideológicamente entre las inquietudes renacentistas y los rasgos propios de épocas anteriores.


San Ignacio nació en Loyola (Guipúzcoa) en 1491. Recibió una educación pobre y elemental, con una base religiosa sólida (más por la intensidad de las repeticiones que por la calidad de los conocimientos). Dedicado a la milicia, adquirió cierto renombre a nivel local. Tuvo una intensa actividad tanto militar como cortesana (aunque no intelectual). Se volcó en la lectura de libros de caballería lo que quizá le hizo tener grandes sueños de grandeza. Llegó a aspirar al amor de la Infanta Catalina, hermana de Carlos I, cosa que no vio el emperador con muy buenos ojos.

En 1521 (a los 30 años) cambió radicalmente de vida. Tras ser herido en el sitio de Pamplona por las tropas francesas, San Ignacio tuvo que guardar una penosa y larga convalecencia. Durante ese tiempo tuvo la oportunidad de leer la «Flos Sanctorum» (vidas ejemplares de santos), la «Vita Christi» de Rodolfo de Sajonia, y el «De imitatione Christi» de Thomas Kempis. Estas lecturas y su afición por los libros de caballería le llevaron a perfilar un nuevo ideal caballeresco dentro de su época: el de caballero de Cristo, un caballero andante en defensa de Dios. Y de acuerdo con dicho ideal, decidió romper con su vida anterior e irse a los Santos Lugares.

A mediados de 1522, ya repuesto, San Ignacio abandonó su casa y peregrinó a Montserrat. Intercambió sus ropas con un mendigo y se hizo anacoreta. Tras un tiempo, marchó a Manresa, donde se dedicó a la caridad, la oración y la mortificación física.

Dos años después, en 1524, comenzó a acercarse a la mística de un modo más intelectual. Y empezó a vivir una serie de experiencias «sobrenaturales», «místicas», que fue plasmando en pequeñas notas literarias (que en el futuro le servirían para hacer proselitismo en la Universidad). Por fin, marchó a Jerusalén. Volvió a España, convencido de que necesitaba más formación eclesiástica e intelectual a fin de convertirse en un «caballero de Cristo».

Por ello, en 1525 se inscribió en una escuela de gramática para aprender latín con los niños. Posteriormente, en 1527 se matriculó en la Universidad de Alcalá, la universidad puntera del momento (ya que, aprobado el erasmismo, reunía a los representantes de la nueva espiritualidad). Acusado de filoalumbradismo, fue procesado en tres ocasiones por la autoridad episcopal (no la Inquisición). No fue, sin embargo, condenado. No parece que San Ignacio fuese alumbrado; buscaba una vía espiritual nueva que, como veremos más adelante, no coincidía desde luego con la alumbrada.

Tras su estadía en Alcalá, el guipuzcoano viajó a París, ciudad en la que permaneció entre 1528 y 1535. Se matriculó en la Sorbona y en ella se convirtió en un declarado papista. Durante este período acabó de perfilar lo que iba a ser la Compañía de Jesús. Conoció, entre otros, a Pedro Fabro, Francisco Javier, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Bobadilla y Rodríguez, hombres que se constituirían en los futuros pilares de la Compañía. Este grupo, lejos de interesarse por la lucha contra el protestantismo, se movió en un ambiente original, con la idea de promover una cruzada hacia Oriente, para convertir a los infieles (proyecto en el que podemos apreciar el germen de la voluntad evangelizadora misional que mostraría la Compañía). Movidos por este ideal, el 15 de agosto de 1534 los arriba citados se reunieron en Mont-Maître e hicieron votos de pobreza y castidad, y decidieron ir a Tierra Santa. No obstante, el proyecto fracasó y entonces decidieron marchar a Roma donde se pusieron al servicio del papa. Allí, viendo el inmenso trabajo que ofrecía la reforma de la Iglesia, surgió la idea de transformar el grupo de amigos en una orden religiosa dedicada al apostolado.

Aunque en 1538 ya eran conocidos con la denominación de Compañía de Jesús, la institucionalización de la nueva orden no se produjo hasta dos años después, cuando Paulo III la aprobó por medio de la bula Regimini militantes ecclesias. Sus constituciones la dotaron de un grado de modernidad que la diferenciaba claramente del resto de las órdenes de la época. Desde un primer momento destacó por su carácter plenamente renacentista. La Compañía se caracterizó especialmente por su obediencia absoluta al papa. Asimismo, adaptó el sentido monástico a la necesidad de movilidad del apostolado en un mundo en constante cambio. Y comenzó a definirse por una serie de factores, entre los que podemos resaltar el respeto individualizado; la sustitución del oficio cultual por la oración mental; la exigencia entre los miembros de un cierto nivel cultural (punto cuya importancia creció cuando San Ignacio acogió el ministerio de la enseñanza como una de la labores principales de la Compañía). En un principio, la Compañía no poseía un ministerio específico, lo que daba a sus miembros mayor libertad, siempre teniendo en cuenta el arraigo que en ellos tenía el principio de obediencia. Por ello, los jesuitas podían dedicarse a cualquier tipo de apostolado, siempre que fuera a mayor gloria de Dios. También les distinguió el carácter misionero al servicio del papa, al que se ligaban -los que lo desearan mediante un especial 4º voto-.

La Orden se estableció con una jerarquía: un general de la orden, con carácter vitalicio, elegido por una congregación general, considerada como el supremo órgano legislativo; procuradores en cada provincia; consejeros nacionales -también electos por la Congregación- con la misión de ayudar a los generales provinciales. Los demás cargos los designaban dichos generales o prepósitos provinciales.

La Orden se dividía asimismo en una serie de grados. Los novicios aspiraban al sacerdocio y se dividían en dos grupos según la edad o sus conocimientos. Los novicios llamados escolares eran los que se iniciaban en los estudios de gramática latina (que duraban generalmente unos dos años). Después hacían los votos simples y perpetuos (castidad y pobreza). Tras profesarlos, entraban en la fase de juniorado, en la que se dedicaban durante tres o más años a los estudios clásicos (Artes y Teología). Tras esta etapa venía su ordenación sacerdotal. Y por último, pasaban el período de 3ª probación, de modo que, obligándose a cumplir dos nuevos votos, se convertían en profesos, aceptando todas las responsabilidades de la orden, con todas las obligaciones y los derechos. A los profesos se les reservaban los cargos de profesores en los colegios.

Los miembros de la Compañía que no asumían todas las responsabilidades, ni profesaban los cuatro votos -solía faltarles el 4º voto, de obediencia al papa-, disfrutando de mayores libertades, eran denominados coadjutores espirituales, y se ocupaban de cargos de menor importancia. Había también coadjutores legos, dedicados a tareas menos cualificadas, «viles», manuales.

La espiritualidad de la Compañía se basó en el abandono activo, la obediencia al superior y, en última instancia, al papa, y la mortificación del egoísmo y el orgullo. Los ejercicios ignacianos fueron utilizados por otras órdenes y han seguido practicándose hasta nuestros días.

Desde el punto de vista económico, la orden estaba obligada a una pobreza estricta. Sólo las casas de estudio y las de formación de jóvenes podían tener rentas propias. Los profesos renunciaban a cualquier riqueza, y también a cualquier prelacía o cargo eclesiástico.

A la muerte de San Ignacio, en 1556, los miembros de la Compañía ya ascendían a más de un millar, y sus casas, más de cien, se repartían por doce provincias. En 1615, el número de jesuitas alcanzó la cifra de 13.000, y había establecimientos en Francia, Portugal, Flandes, Polonia, Italia, España y América. La Compañía se desarrollaba con gran rapidez.

Los JESUITAS y la EDUCACIÓN.

La Compañía de Jesús destacó especialmente en el campo de la educación. En España, en vísperas de la expulsión, los jesuitas poseían 105 colegios y 12 seminarios; en Ultramar tenían 83 colegios y 19 seminarios más. La influencia jesuítica se extendió también en el campo universitario. De una parte fundaron una Universidad en Gandía en el siglo XVI por Francisco de Borja, duque de Gandía. En las demás universidades contaron, igualmente, con cátedras de teología suarista (así llamadas porque enseñaban el modelo teológico del jesuita Suárez). Su labor fue notable también en la Universidad literaria de Cervera.

A partir del siglo XVII la Compañía prácticamente monopolizaba la enseñanza secundaria (las escuelas de Gramática), imponiéndose sobre los conventos dominicos o las escuelas municipales. Estas escuelas proporcionaban conocimientos de la lengua latina, lo que adquiría una gran importancia si tenemos en cuenta que para efectuar el ingreso en una universidad era necesario superar una prueba de esta materia. Las causas del éxito jesuita en el campo de la enseñanza hay que buscarlas en la captación de las conciencias de las oligarquías municipales, así como en el hecho de impartir docencia de materias universitarias (Filosofía, Teología). De esta forma se preparaba a los alumnos fuera de las Universidades, para después someterse a examen en ellas y obtener así el grado con mayor facilidad en virtud de su mejor preparación.

La Compañía influyó por tanto en la sociedad española a través de la educación. No conformes con captar al estudiantado adolescente, ampliaron la oferta docente. No se limitaron a explicar la Gramática latina y las Humanidades (Historia, Geografía), sino que intentaron hacerse con la educación de las Escuelas de primeras letras. En la mayor parte de sus colegios se dedicaron también a la enseñanza de Artes y Teología. En Artes se incluía la Filosofía, y dentro de ésta se estudiaban las ciencias exactas, y entre ellas, las Matemáticas. En Teología, seguían el modelo suarista, cargando las tintas en los temas de moral (laxista o probabilista) y de tipo casuístico, que necesitaba de la figura del confesor.

Se ha comentado anteriormente que en el momento de la expulsión existían 105 colegios jesuitas, estratégicamente distribuidos (cualquier ciudad medianamente grande tenía su colegio jesuita). De esta forma, el espíritu jesuítico fue calando en la sociedad. Los estudios jesuitas adquirieron tal prestigio, que el mantenimiento de un centro de estudios estable necesitaba muchos recursos tanto humanos como económicos. Esta nueva necesidad llegó a hacer peligrar la vocación misional, pues todos los miembros de la Compañía se volcaron con ardor en esta tarea educativa.

Al analizar los métodos de enseñanza del latín por parte de los jesuitas, se observa que los métodos pedagógicos empleados no son muy diferentes a los actuales, pero indudablemente, en comparación con los que existían, suponían un progreso notable. Se basaban en la competitividad más que en la emulación o la repetición. En sus colegios, los jesuitas se volcaron con el teatro. Realizaban un gran número de representaciones y de esta forma involucraban a los padres y familias en las obras. Era una forma sutil de aumentar su influencia en la sociedad de la época.

Pero conforme se acerca el fin del siglo XVIII, el prestigio de la Compañía se va perdiendo. Los jesuitas ofrecían una serie de conocimientos auxiliares, y la preparación para avanzar más allá de los conocimientos que eran requeridos por la sociedad. Los colegios con facultades de Filosofía o de Teología van imponiéndose a las grandes universidades, donde también van introduciéndose estas disciplinas. La labor de los jesuitas va a ser muy atacada sobre todo en el reinado de Carlos III, porque el enemigo del monarca fue el denominado partido colegial. Se identificó a jesuitas y colegiales, entrando los miembros de la Compañía en igual consideración que los enemigos políticos de Carlos III. En 1759, los jesuitas fueron expulsados de Portugal y de todos los dominios portugueses. Ese mismo año Carlos III fue nombrado rey de España; vino de Nápoles y estaba asesorado en todo momento por Tanucci, enemigo acérrimo de la Compañía. En 1764, se expulsó a los jesuitas de Francia. En 1767, de España. En 1768 sufrieron la misma suerte en América y Filipinas. Entre 1768 y 1769, la expulsión se produjo en Nápoles y el ducado de Parma. Comenzaba así la lucha contra la Compañía, que culminaría con la extinción de la misma con el papa Clemente XIV.

Los Padres CONFESORES jesuitas.

De gran interés y prueba del gran poder que llegó a alcanzar la Compañía, especialmente en España, fue el papel que los jesuitas desempeñaron en el Confesionario Real. El tema del Confesionario carece de estudios rigurosos, a excepción hecha del análisis de Pedro M. Lamet (Yo te absuelvo, Majestad) y de los artículos de L. Cuesta).

En 1552, los miembros de la Compañía no observaron la posibilidad de alcanzar el Confesionario Real, mientras las demás órdenes pugnaban por ese cargo privilegiado. Ese mismo año, el rey de Portugal Juan III quiso tomar por Confesor a un jesuita, Luis González, que rehusó el ofrecimiento arguyendo que el cargo no iba bien con la humildad de la Compañía. San Ignacio se lo reprochó diciendo que un jesuita que hacía el bien no podía renunciar a tal labor: la santificación de un príncipe podía influir en la santificación de la sociedad, y un jesuita no debía temer el riesgo de ser Padre Confesor. El tema se discutió en el seno de la orden y el P. Claudio Acquaviva, sucesor de San Ignacio, escribió un libro modelo para el confesor de reyes De Confesaris realis. A mediados del XVII, el P. Nithard sería confesor de la reina Mariana, excediéndose en sus cometidos y llegando a ser valido de la reina aunque por tiempo efímero. Luego, los dominicos dominaron el Confesionario, hasta que en el XVIII pasó a ser casi exclusivo patrimonio de los jesuitas.

El Padre Confesor de Felipe V fue el P. Guillermo Daubenton. Éste llegó a España recomendado por Luis XIV, cuyo confesor también era jesuita. Daubenton era ya famoso en Francia. Fue rector del Colegio de Estrasburgo, escritor sagrado de renombre, General en la región de Champagne y un experto predicador. Entre 1700 y 1705 dirigió la conciencia del rey, entrometiéndose en los asuntos políticos hasta su caída en desgracia frente al partido de la Princesa de los Ursinos, lo que le hizo volver a Francia. Entre 1705 y 1715 Felipe V, por recomendación de Daubenton, escogió al P. Pedro Robinet. Debido a su amistad con Macanaz y a su colaboración en los primeros concordatos no era muy apreciado entre los miembros de su propia Compañía. Ello se agravó tras la declaración de Clemente XI en plena Guerra de Sucesión española, nombrando rey al Archiduque austriaco, mientras Robinet continuó apoyando a Felipe. Además se extendió la idea de que Robinet era partidario del Memorial de los 55 puntos de Macanaz. La caída de Macanaz y de la Princesa de los Ursinos, y la muerte de la reina Mª Luisa, supusieron la marcha de Robinet a Francia y la vuelta al Confesionario de Daubenton. Éste actuó entre 1716 y1723 como Confesor Real. Daubenton era francófilo y antirregalista. Según el historiador alicantino P. Belando, Daubenton traicionó el secreto de confesión del monarca, que le había manifestado que pensaba dejarle el trono a su hijo Luis. El Confesor faltó al secreto y se lo contó al duque de Orleans. Éste escribió a Felipe V entregándole también la carta del jesuita. Felipe V abroncó a Daubenton y según la versión de Belando, cayó de bruces. Los jesuitas, en cambio, afirmaron, contra la versión de Belando, que murió de gota.

Tras su muerte, de nuevo un jesuita ocupó el Confesionario: fue el P. Gabriel Bermúdez, predicador insigne. Fue tal vez elegido un español para contentar a los sectores populares. Antes de acceder al cargo ya se encargaba de la educación de los hijos de Felipe V. En este momento, Isabel de Farnesio estaba en la Granja ofuscada con el acceso al trono de Luis I. A la muerte de Luis I, Bermúdez le dijo al rey que tras sus juramentos de no volver a gobernar, no podía continuar en el trono. La reina pidió al nuncio Aldobrandini que hablase con el monarca para decirle que podía volver a gobernar pese a los juramentos. La suerte de Bermúdez estaba echada. A pesar de ello cometió otro desliz al apoyar, conforme a las recomendaciones del General de la Orden, la política francesa. Farnesio descubrió el asunto y Bermúdez fue destituido en 1726.

Le sustituyó el jesuita escocés P. Guillermo Clarke, elegido por la reina porque era el confesor de los embajadores de Alemania en Madrid (Isabel quería colocar a uno de sus hijos en el Imperio). Clarke decepcionó a la reina porque sus palabras no coincidían con sus acciones. Clarke murió siendo confesor en 1743.

Le sucedió en el cargo otro jesuita, el francés P. Jaime Antonio Lefevre. Ocupó el confesionario hasta la muerte de Felipe V y durante el primer año de reinado de su hijo Fernando VI. En abril de 1747 el monarca lo despidió, colocando en su puesto a un nuevo jesuita, el cántabro P. Francisco Rávago, la figura más descollante de los confesores reales. El rey le encargó que alejara a Isabel de Farnesio a La Granja, cosa que hizo con habilidad. Después le encargó tareas más importantes, como la negociación secreta del Concordato de 1753. Contaba también con el apoyo del gobierno (Carvajal y Ensenada). Su posición fluctuó entre dos fidelidades: al rey y a la Compañía. Se enfrentó incluso con el Papa Benedicto XIV (a pesar de su cuarto voto) al defender los principios regalistas. Por ello no pudo evitar indisponerse con gran parte de la jerarquía y el estamento eclesiástico español, lo que representó algo decisivo.

El Inquisidor Pérez Prado debía actualizar el Índice de Libros prohibidos. En él incluyó las obras de los escritores jansenistas, y las del cardenal Noris, que no era jansenista pero que había defendido a Jansenio contra los ataques de los jesuitas. Noris era agustino, por lo que los agustinos se enemistaron con Pérez Prado. Los dominicos, con buenas relaciones con los agustinos, se enemistaron también con el inquisidor. Los obispos partidarios del jansenismo histórico también manifestaron su repulsa a Prado. Rávago defendió al inquisidor, ganándose la enemistad de los adversarios de Pérez Prado. El Papa advirtió a Rávago, pero éste no le hizo caso, enemistándose también con él. Así los jesuitas se enemistaron con las órdenes, las jerarquías y también cada vez más con sectores populares. También fue mal visto por los elementos de la corte que buscaban una política renovadora. Con la reina se enemistó por el asunto del Tratado de Límites con Portugal. La conjunción de todas estas fuerzas poderosas le llevaron a caer finalmente en desgracia.

Con la llegada al trono español de Carlos III (1759) se acabó con la tradición de los confesores reales pertenecientes a la Compañías, por influencia de Tanucci. A partir de entonces se eligieron confesores franciscanos, destacando el P. Joaquín de Eleta.


La expulsión de los jesuitas de PORTUGAL.

En Portugal se desencadenó una lucha ideológica y publicística contra los jesuitas. Al hablar de este país, no se puede dejar de tratar la figura de Sebastián José de Carvalho e Mello, marqués de Pombal, que ejerció un poder absoluto hasta la muerte de José I en 1777.

Los jesuitas portugueses (sobre todo el P. Malagrida) hicieron creer al pueblo que los terremotos y las desgracias que habían asolado el país eran un castigo divino por el mal gobierno. El gobierno de José I se encarga de propagar ante el pueblo la resistencia de los jesuitas a dos monarcas europeos (Carlos III y José I). En este contexto agitado se nombró primer ministro al Marqués de Pombal, partidario de una reforma radical y de espíritu ilustrado, que fomentó la economía y que asimismo consiguió la abolición de la esclavitud y la reconstrucción y modernización de Lisboa. Pombal, al ascender al poder en 1750, quiso acabar con los jesuitas. En 1754 y 1755 éstos habían ofrecido resistencia armada a la decisión de España de ceder siete de sus misiones a cambio de la colonia de Sacramento. Habían mostrado su hostilidad a la Compañía comercial creada por Pombal para Maranho y Pará. La primera advertencia fue la destitución del confesor real, cargo que como en otras cortes europeas, ocupaba un jesuita.


Pombal se apoyó en un consejero, el P. Pereira de Figuereidoa. En 1758 y tras muchas quejas a Benedicto XIV, consigue un breve para que el cardenal Saldanha visite y reforme la Compañía en los dominios portugueses. Saldanha lamentaba que los jesuitas tuviesen independencia respecto al clero secular porque deseaba que los indios fueran catequizados por clérigos seculares y no regulares. Se consiguió paralizar las actividades económicas de los jesuitas y se les prohibió predicar y confesar. Entonces, un hecho casual puso en manos de Pombal el pretexto para eliminar a la Compañía: un atentado que sufrió el monarca la noche de 3 de septiembre de 1758. El rey volvía de ver a su amante y tres hombres a caballo le dispararon, hiriéndole en un brazo. Existen otras versiones del atentado, lo que demostraría la existencia de ciertas manipulaciones. El incidente se silenció y se investigó. El 13 de diciembre de 1758 se apresó a los causantes del atentado. El duque de Aveiro fue apresado como autor material del atentado. En los días siguientes fueron encarcelados miembros de la nobleza, implicados en el asunto, incluso la condesa de Tavora, amante del rey. Incluso el P. Malagrida fue encarcelado. Esa noche, las casas y colegios de jesuitas fueron cercados por el ejército, se recogieron los archivos de estas casas y se confinó a los religiosos en los recintos. Se explicó al pueblo la existencia de un complot por una parte de la nobleza, en connivencia con los jesuitas, para dar un golpe de Estado asesinando al rey. Se decía que la marquesa de Tavora se hallaba bajo la instigación de su padre espiritual, el jesuita Malagrida. Y detrás de todo se hallaba la Compañía, por ser defensora del tiranicidio. El 12 de enero de 1759 ya se había dictado sentencia. El duque de Aveiro y sus hijos fueron condenados a ser descuartizados y quemados, siendo sus bienes requisados y sus títulos borrados de la heráldica. Igual suerte corrió el marqués de Tavora. Pombal encontró así la excusa para actuar sobre los jesuitas. El 19 de enero se expide un real decreto confiscando todos los bienes de la Compañía de los dominios portugueses de Portugal, Asia y América, y se encarceló a los jesuitas. El 20 de abril gestionó con Clemente XIII la obtención de un breve para proceder contra los jesuitas, acusados de lesa majestad. El Papa (inclinado hacia los jesuitas) no accedió, porque Pombal quería extenderlo a toda la Compañía en Portugal, y no sólo para los jesuitas involucrados. Pombal llenó el país de propaganda antijesuítica. Un año justo después del atentado (1759) se decretaba la expulsión de los jesuitas de Portugal. Salían en embarcaciones con rumbo a los Estados Pontificios. Desembarcaban en Civita Vecchia donde debían procurarse un sustento, pues Pombal no les dio ninguna pensión. El Papa se vio obligado a aceptarlos, sentando un precedente que Carlos III no olvidaría. A partir de este momento los jesuitas marchaban a Italia sin dinero. En Italia, los jesuitas italianos se veían ante una difícil posición: no sabían si acogerles o desentenderse de ellos. Los jesuitas españoles enviaron dinero a Roma para ayudar a sus correligionarios portugueses.

Pero en Portugal, Pombal pretendía lograr que el gobierno del rey tuviera menos obstáculos. Logró expulsar al nuncio apostólico y controlar la Inquisición portuguesa, a la que entregó a Malagrida, que fue ejecutado. Pombal consiguió que el monarca diera poderes al metropolitano de Lisboa para que confirmara y consagrara a los obispos sin tener en cuenta al Papa. A partir de estos momentos se persigue todo lo que huela a jesuitismo. Cuando más adelante el Papa intentó reconciliarse con Portugal, obtuvo la respuesta de que las relaciones se recuperarían cuando se suprimiese la Compañía en todo el orbe. Tanucci estaba de acuerdo con Pombal sobre la extinción. En España también Roda comulgaba con estas ideas. Pombal mientras tanto promovía la publicación de obras regalistas (escritas por Pereira). La Universidad de Coimbra se abrió a las ideas enciclopedistas. Pero Pombal no tuvo un final feliz. En 1777, cuando ya había conseguido todos sus logros, a la muerte de José I le sucedió su hija Dª. María I de Portugal, la Piadosa, que dio un giro a la situación: la nobleza más reaccionaria de Portugal pidió la rehabilitación de la casa de Tavora, lo que se consiguió en 1781. Las cárceles se abrieron y se dio libertad a los inculpados en 1759. Pombal cayó en desgracia y fue desterrado de la Corte. En 1782, moría ante la consternación de los personajes ilustrados de Europa.

La expulsión de los jesuitas de FRANCIA.

En Francia, el ambiente respecto a la Compañía era hostil desde tiempo atrás. El motivo era la rivalidad existente entre los jesuitas y una facción «el tercer partido», que seguían a Jansenio y estaban infiltrados en altos puestos de la administración. Tras la muerte de Luis XIV la influencia jesuita había comenzado a declinar, mientras que los partidarios de Jansenio habían iniciado una escalada. A partir del reinado de Luis XV conocieron un gran auge, coincidiendo con la ocupación de Fleury del Confesionario Regio, desde donde se adueñó de la política. Los Parlamentos (cortes de justicia territoriales que se encargaban de la justicia y también de la administración local) tenían desde los tiempos de la Fronda cierta autonomía y también una gran influencia sobre su entorno. Los jueces que integraban estos Parlamentos eran miembros de la burguesía. Estos funcionarios eran también de ideas filojansenistas, es decir, defensores de los puntos jansenistas más relacionados con las ideas galicanas (independencia de la Iglesia francesa con respecto a Roma, independencia del poder temporal respecto al espiritual). Estos Parlamentos chocaron en casi todos los lugares con el jesuitismo ultramontano. La animosidad se convirtió en una lucha sorda, latente a lo largo de los años entre ambas facciones, con intermitencias en la primera mitad del XVIII.

En estas circunstancias, los jesuitas cometieron un error aprovechado por los Parlamentos. En las Antillas francesas, concretamente en la Martinica, se produjo la quiebra económica de una incipiente compañía mercantil presidida por un misionero jesuita llamado Lavalette. Lavalette que era el Superior de la Compañía en la zona de las Antillas y los acreedores inmediatamente pidieron recuperar sus acciones o que se les devolviese el dinero invertido.

Ante la insolvencia de Lavalette, los acreedores se reunieron y acudieron a comprobar si las deudas podían ser pagadas por los jesuitas franceses. Éstos se negaron a pagar y cometieron la imprudencia de llevar el pleito al Parlamento de París. Éste, lógicamente, no dudó en dictar una sentencia que hacía responsable a toda la Compañía de la deuda de Lavalette. Estos incidentes ocurrieron en 1761, estando recientes los sucesos de Portugal. Meses más tarde, los enemigos de los jesuitas dieron una paso adelante solicitando al Parlamento de París que se reafirmara la sentencia y que revisara los estatutos de la Compañía en el momento de su instalación en Francia.

Los jueces instructores del Parlamento realizaron la investigación y el resultado fue sorprendente: los jesuitas no tenían legitimada su presencia en el país (no existía ninguna real orden que justificase su instalación en Francia). Un análisis más detallado de los estatutos ponía de relieve que los jesuitas resultaban incompatibles con la obediencia al rey. La existencia de la Compañía, que debía fidelidad a un poder extranjero (el Papa), resultaba inadmisible con la monarquía absoluta. Luis XV, que se mostraba favorable a la Compañía, junto con algunos obispos, intentaron legalizar el estado de la orden.

Se propuso al General en Roma que los jesuitas aceptasen jurar los principios galicanos de la Iglesia francesa. Ricci, el General, no aceptó el trato. En agosto de 1762, por real decreto y decreto del Parlamento de París fue abolida la Compañía en Francia y se confiscaron las propiedades jesuitas. La Compañía era considerada «perversa, destructora de todos los principios religiosos e incluso de la honestidad, injuriosa para la moralidad cristiana, perniciosa para la sociedad civil, sediciosa, hostil a los derechos de la nación y del poder del rey». El Parlamento se declaraba contra la moral laxista y el tiranicidio. Así, la Compañía de Jesús era expulsada de Francia, en un paso más para reforzar una monarquía basada en el derecho divino.

La expulsión de los jesuitas en ESPAÑA.

La Compañía de Jesús fue expulsada de España a principios de abril de 1767, entre la noche del 31 de marzo y la mañana del 2 de abril. Fue una operación tan secreta, rápida y eficaz -o más- que la de extrañamiento de los moriscos en 1609.

La práctica totalidad de los historiadores están de acuerdo en afirmar el carácter sorpresivo y drástico de la expulsión. Pese a que corrían malos tiempos para la Compañía -recordemos que los jesuitas fueron acusados de instigar la oleada de motines del año anterior-, nadie en su seno podía imaginar que iba a producirse tamaño acontecimiento.

Los jesuitas eran conscientes del acoso que venían sufriendo pero no tuvieron noticia alguna de la medida que Carlos III se disponía a tomar hasta el momento mismo de su aplicación. Aunque a lo largo del año el gobierno realizó una Pesquisa reservadísima entre gran parte de los obispos españoles, no hubo filtraciones al respecto de su contenido. Tampoco tuvieron ninguna noticia del decreto de expulsión, dictaminado por el fiscal Campomanes y aprobado por una Sala reducidísima y previamente seleccionada de consejeros el 29 de enero de 1767. Ni de la ratificación real de dicho decreto el 20 de febrero siguiente. Es curioso que no se filtrase ni un solo rumor de las altas jerarquías al pueblo. Tampoco trascendió el contenido de un pliego cerrado (impreso en la Imprenta Real, perfectamente incomunicada) que el conde de Aranda remitió a los jueces ordinarios y tribunales superiores de todas las poblaciones en las que había establecimientos jesuitas (más de 120), en el que se hallaban las instrucciones reservadas para la expulsión, y que no podía ser abierto hasta la misma noche del primero de abril.

El secreto estaba motivado por la intención de paralizar cualquier maniobra de protesta por parte de los numerosos simpatizantes de la Compañía, sobre todo, dentro del estamento nobiliario y de las clases populares. También se quería evitar que los jesuitas pudiesen huir, enajenar sus bienes, deshacerse de sus archivos, de sus papeles comprometedores, puesto que las órdenes reales incluían la confiscación de los bienes, de las «temporalidades» de la Compañía.

La noche del 31 de marzo en Madrid, y al amanecer del 2 de abril en el resto de España, todas las casas jesuitas fueron clausuradas y sus miembros incomunicados. Según relatan las crónicas de la época, la operación fue perfecta. Ello explica la sorpresa y el miedo que sintieron los jesuitas (como manifestaba en sus escritos el Padre Isla), en especial, los jóvenes novicios.

Las medidas se llevaron a cabo en toda España del mismo modo, siguiendo instrucciones minuciosamente precisas. Los comisarios, asistidos por notarios y testigos, ordenaron reunir a todos los miembros de las comunidades en las salas capitulares. Allí, procedieron a pasar lista a los concurrentes, y tras comprobar la presencia de los censados, mandaron a los notarios que procediesen a la lectura del real decreto de extrañamiento.

El contenido de la Pragmática no aclara los motivos por los cuales Carlos III decidió decretar la expulsión. El texto es premeditadamente poco preciso. El monarca justificaba la medida afirmando que la adoptaba «por gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo; usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto de mi corona...»

Pese a la imprecisión, el decreto parece acusar a los jesuitas de perturbar el orden público, de manera que aparecen condenados como enemigos políticos. El primer artículo refuerza esta idea cuando el monarca tranquiliza al resto de órdenes religiosas, en las que pone su confianza, y muestra su satisfacción y aprecio por su fidelidad, su doctrina, su observancia de las reglas y, sobre todo, por su abstracción de los negocios de gobierno.

Por el contrario, el edicto dejó bien claro cuál iba a ser el destino de los expulsos, y qué iba a ocurrir con sus bienes y temporalidades (artículos 3-12). En lo que respecta al patrimonio apuntaba que todos los bienes pasarían a manos del Estado, para ser dedicados a obras pías (dotación de parroquias pobres, fundación de seminarios conciliares, creación de casas de misericordia) de acuerdo con el parecer de los respectivos obispos.

Por otra parte, en cuanto a los jesuitas, el articulado es en general bastante severo. Pese a ello, contiene algunas concesiones de orden humanitario, algo que no había ocurrido en Portugal o Francia. Entre ellas destaca el hecho de que una parte de las temporalidades confiscadas sería dedicada a componer pensiones individuales que los expulsos recibirían de modo vitalicio para su manutención. Esta porción sería de 100 pesos anuales para los sacerdotes y de 90 para los coadjutores. El gobierno decidió no pasar estipendio alguno ni a los novicios ni a los estudiantes con la intención de que decidiesen dejar la Compañía y abjurar de su jesuitismo, de modo que pudiesen permanecer en España. En el exilio no percibirían un solo peso hasta que se ordenasen sacerdotes. Las pensiones habrían de ser entregadas en dos pagas semestrales, por medio del Banco del Giro, a través del Embajador español en Roma.

El resto del articulado (13-19) hacía referencia explícita a la cuestión que más inquietaba a la Monarquía, una vez expulsada la Compañía: el deseo de borrar su memoria. Y para conseguir tal pretensión, acallar la voz de los simpatizantes y eliminar todo tipo de objeción pública al decreto, Carlos III fijó duros castigos que serían aplicables a cuantos mantuviesen correspondencia con los jesuitas, y a todos los que hablasen o escribiesen públicamente contra la decisión real o sobre la Compañía (a favor o en contra).

Volviendo a la cuestión de las instrucciones de los comisionados, éstas preveían con detalle todas las medidas que habían de adoptar para acometer con éxito el desalojo. Y según dichas directrices pasaron a la acción.

Tras conocer la misión que tenían que llevar a cabo, los comisarios se dirigieron hacia los diferentes establecimientos jesuitas. Una vez allí, irrumpieron en sus dependencias y ordenaron a los superiores que convocasen a todos los moradores de las casas en las salas capitulares. Después, ordenaron a los notarios que diesen lectura del decreto de expulsión. Tras dicho acto, tomaron las medidas oportunas para conseguir controlar las casas. Acto seguido, comprobaron los nombres de los concurrentes, para comprobar si había algún jesuita ausente. Luego, procedieron a requisar los caudales y a inventariar los diferentes bienes. A continuación, dispusieron los medios necesarios para el traslado de los jesuitas a las distintas «cajas» o puertos de embarque, y antes de que hubiesen transcurrido 24 horas desde el momento de la presentación del decreto, las diferentes comitivas partieron. Los jesuitas de la Provincia de Castilla fueron a Santiago de Compostela; los de la de Aragón a Salou; los de la de Toledo a Cartagena; y, por último, los de la de Andalucía fueron dirigidos hasta el Puerto de Santa María. La tropa los acompañó durante el trayecto. En las ciudades por la que pasaron, las autoridades civiles se encargaron de mantener el orden y de evitar cualquier manifestación popular en contra del extrañamiento. La incomunicación de los jesuitas a lo largo del viaje fue total. Únicamente quedaron en España los procuradores de las diferentes casas de la Compañía, a fin de que finalizar los inventarios ante los agentes del fisco. Una vez acabada esta labor partieron inmediatamente al exilio.

Al no ser suficientes los barcos españoles para trasladar a los expulsos, el gobierno se vio obligado a contratar naves extranjeras. Todos los barcos fueron acondicionados para el viaje, habilitándose en ellos lugares para dormir y hornillos para preparar las comidas.

A pesar de que los historiadores han trazado paralelismos más o menos trágicos entre las expulsiones de los moriscos y de los jesuitas, hay diferencias considerables entre ambas. La de los jesuitas no fue un hecho celebrado indiscriminadamente por todos los españoles. Un amplio sector del pueblo -las capas más bajas- lamentaron el suceso, porque eran conscientes de que no había motivos religiosos tras la expulsión. Además, Carlos III trató con bastante respeto a sus enemigos políticos; les dio pensiones vitalicias, aunque la inflación las hiciera poco valiosas. Asimismo, permitió a los jesuitas llevarse sus efectos personales y el dinero que tuvieran (aunque la premura con que se efectuó la operación hizo que los jesuitas casi no pudiesen coger siquiera lo imprescindible). No les permitió, en cambio, llevar libros.

Pese a que se vivieron escenas no exentas de dramatismo, durante el trayecto terrestre los jesuitas no sufrieron ni perpetraron actos violentos. Los profesos salieron desde el primer momento, por solidaridad. Partieron incluso jesuitas muy ancianos, de salud muy quebrantada (como el Padre Isla o el Padre Idiáquez). También marcharon profesos muy próximos a la nobleza -como los hermanos Pignatelli-. No obstante, la cohesión del grupo fue perdiéndose progresivamente, durante la estancia en Córcega, sobre todo, ante unas condiciones que se asemejaban a las de un campo de concentración.

Carlos III actuó en un plan de plena legalidad, tirando de la regalía de derecho, ante la inexorable amenaza jesuita sobre las tierras españolas. El rey actuó sin contar con el permiso de Clemente XIII. Sí tuvo la delicadeza de avisar al pontífice de la decisión tomada, inmediatamente después de ejecutarla. El monarca se cuidó mucho de indicarle que los exiliaba a los Estados Pontificios. Tampoco lo sabían los jesuitas. Clemente XIII respondió diplomáticamente, y fue muy poco piadoso ante quienes habían sido durante siglos sus más acérrimos defensores (recordemos el cuarto voto). Ahora bien, cuando el papa supo que los expulsos iban a los Estados Pontificios contestó con dureza a Carlos III mediante una bula (con la frase de César al morir a manos de Bruto), diciendo que no los iba a recibir en sus territorios.

Cuando los expulsos llegaron a Civitavecchia, esperando ser recibidos con los brazos abiertos, vieron como eran recibidos por los cañones del papa, negándoles la entrada. El papa arguyó argumentos razonables, pero de corte materialista: los Estados Pontificios atravesaban momentos de aguda carestía, y no podían soportar la presencia de los jesuitas. Temía alteraciones de orden público. El papa también estaba harto de los jesuitas portugueses y franceses que malvivían a expensas del erario pontificio.

A pesar de que esta negativa trastornó seriamente a la diplomacia española, ésta actuó raudamente para encontrar un lugar donde dejarlos. Grimaldi planteó dejarlos por la fuerza en los Estados Pontificios. Pero el rey se negó. Entonces, se planteó la posibilidad de descargar a los jesuitas en la Isla de Elba. Pero apareció la opción de dejarlos en la isla de Córcega. En ella había un ambiente de gran tensión. Córcega pertenecía a la soberanía de la República de Génova, y se había levantado por la independencia, encabezada por el rebelde Paoli, que respondía a las características del despotismo ilustrado. Francia apoyaba a Génova, que no tenía fuerzas suficientes para hacer frente al levantamiento. En todas las ciudades porteñas de Córcega había una guarnición francesa. Por lo tanto, la situación era una especie de polvorín, pues el interior de la isla ya era dominado por los rebeldes.

La diplomacia española tenía que pactar con Francia, con Génova o con Paoli si Génova se negaba a admitirlos (lo que enfrentaría a los españoles con el rey francés).

Entre los jesuitas comenzó a extenderse la desesperación tras el fracaso del desembarco en Civitavecchia. Además, los patronos de los barcos sólo habían sido contratados para el viaje al citado puerto, y tenían compromisos comerciales posteriores. Muchos jesuitas pasaron a otros barcos, en los que se hacinaron aún más. Marcharon finalmente hacia Córcega. Llegaron a Bastia, donde las tropas francesas les impidieron el desembarco. Los barcos estuvieron rodeando la costa corsa durante varios meses, afrontando el calor del verano y las frecuentes tormentas.

Una vez llegaron a buen puerto las negociaciones, los jesuitas pudieron desembarcar en los distintos «presidios» de Córcega, hecho que se produjo entre julio y septiembre de 1767. Allí pasaron poco más de un año, en unas condiciones lamentables.

Entre octubre y noviembre de 1768 fueron expulsados por los franceses, siendo llevados de nuevo hacia Italia. Aunque la situación era dramática, renovaron sus esperanzas ante la posibilidad de recalar finalmente en Roma.

Sin embargo, las conversaciones entre Carlos III y Clemente XIII se agriaron. Tras duras discusiones, el papa accedió a que desembarcaran en Italia. Allí, los jesuitas se desperdigaron por poblaciones como Bolonia, Ravena, Forli o Ferrara. En estas legaciones vivieron hasta 1773-74.

No obstante, aún les quedaba por vivir un último y atroz varapalo. A la muerte de Clemente XIII le sucedió en el solio pontificio Clemente XIV, un declarado antijesuita. El nuevo pontífice firmó la extinción canónica de la Compañía de Jesús.

Los jesuitas españoles, sobre todo los más cultos, al dejar de existir la Compañía se trasladaron a Roma y en la Ciudad Eterna encontraron trabajo como empleados de los obispos o como preceptores de los hijos de los miembros de la nobleza. Su aportación a la cultura italiana fue muy importante. Los italianos se beneficiaron de sus altísimos conocimientos.

Los EFECTOS de la expulsión.

Los efectos del extrañamiento de la Compañía de Jesús deben medirse desde una perspectiva cualitativa más que desde un punto de vista cuantitativo. Y no sólo en el campo eclesiástico, sino también en el cultural o el económico.

Las cifras de expulsos fueron modestas. El cálculo del Padre Luengo arroja unas cifras de 2.746 jesuitas. Contando los de Ultramar, el número total rondaría los 5.500-6.000. No obstante, el ruido que causó la expulsión fue ensordecedor. Los números contrastan con la magnitud de la organización. No sólo estaba en juego el número de jesuitas, sino que se trataba del tema de la seguridad del Estado, el progreso de las reformas, el tema de la educación en España. En el campo de la espiritualidad la expulsión supuso el fin de la influencia poderosa de los jesuitas sobre las conciencias (sobre la familia real, sobre la nobleza -las clases acomodadas se favorecían de la facilidad vital que ofrecía el laxismo moral que proponía la concepción jesuita, contraria al rigorismo que propugnaban otras órdenes como la franciscana o la dominica-, y sobre el pueblo -por medio de los ejercicios espirituales-).

En el campo de la educación, se privó de profesores a más de un centenar de colegios. Se creó un vacío pedagógico difícil de solucionar a corto plazo, con severas consecuencias. No obstante, la rápida reacción del gobierno evitó que éstas fueran terribles. Convocó oposiciones a las cátedras y a las plazas de gramática, dotándolas con los bienes confiscados de los jesuitas. Además una cláusula impedía que los nuevos «beneficiados» fueran eclesiásticos, lo que contribuyó al proceso de laicización de la educación. A nivel universitario se acabó con la «escuela jesuítica», hecho deseado por las otras corrientes. Además se prohibió por ley que las universidades impartieran teología suarista, según el maestro Suárez; así creían que se terminaba con la infructuosa disputa teológica de escuelas. Se impuso una teología positiva y una moral de corte rigorista, duro, férreo. La Ilustración española manifestó así su componente regeneracionista (buscaba las fuentes del cambio en la España del Siglo de Oro, en Vives, Quevedo, Erasmo). Es posible que se produjera una pérdida en el nivel cultural por la sustitución del sistema y también en la enseñanza de las Humanidades. Pero no parece que existiera una gran nostalgia por la pérdida de los jesuitas. El área de la investigación también lo sintió muy notablemente, tanto en el campo de las Humanidades (Isla, Luengo) como en el de las Ciencias. España no podía permitirse el lujo de desprenderse de tales figuras.


Las CAUSAS de la expulsión.

En primer lugar hay que hablar sobre el silencio que acompañó a la gestación del extrañamiento (que duró un año). Este silencio ha tenido una consecuencia nefasta para el estudio de los historiadores. Los apologetas de la Compañía contribuyeron a la confusión con sus escritos. Los historiadores del XIX de tendencia conservadora (Menéndez Pelayo, sobre todo) incrementaron la confusión. Tras el hallazgo de la Pesquisa secreta que realizó Campomanes tras los motines de 1766 y del Dictamen que el propio fiscal redactó a modo de conclusión de ésta, se confirmaron algunas de estas hipótesis. No obstante, éstos no dejaban de ser unos documentos excesivamente subjetivos pues mostraba las propias ideas del fiscal que cargaba las tintas sobre la participación de los jesuitas en los motines antes señalados. Estos motines eran, por tanto, una de las razones esgrimidas, pues a los jesuitas se les consideró artífices de ellos. Sobre las revueltas existieron también muchas explicaciones. Una tradicional es que se debieron a una crisis de subsistencias padecida en toda España, y especialmente en Madrid, donde la subida del precio del trigo amotinó al pueblo el Domingo de Ramos y el Lunes Santo de abril de 1766.

Esta hipótesis ha sido defendida por historiadores de tanto prestigio como Gonzalo Anes o Pierre Vilar. Sin embargo, otro historiador como Teófanes Egido desacredita esta razón.

Existe también otra tesis tradicional. El conde de Aranda atribuyó los motines a la xenofobia existente contra el marqués de Esquilache, junto a la carestía. Además Aranda afirmaba que los tumultos posteriores fueron motivados por las represiones reales. Para explicar los motines del 66 sobrarían estas razones. También entraría el tema de la iluminación de Madrid. Carlos III intentó solucionar el tema de la oscuridad, del miedo a la noche. Y el intento de Esquilache de acabar con el chambergo (sombrero de ala ancha) y con la capa alta.

Tras los motines, Campomanes encargó la realización de la Pesquisa secreta para reconocer a los culpables. Ya sabe que los tumultos no fueron provocados por el pueblo de Madrid. Movilizó por el país una red de espías a sueldo. Ordenó también una censura férrea del correo: se violó la correspondencia de los jesuitas. Y se crearon comisiones en todas las diócesis para que investigaran los sucesos en las poblaciones en las que ha habido motines. Estas informaciones, en lugar de pasar indiscriminadamente a los jueces y oidores del Consejo de Castilla, pasaron a unos cuantos, al llamado «Consejo extraordinario», que valoró el proceso contra los motines y después el de la expulsión de los jesuitas. Con la excusa de un tratamiento se formó esta comisión, en la que los componentes eran tomistas, contrarios a los jesuitas. Esta comisión indicó en junio de 1766 que habían sido privilegiados los incitadores del pueblo. Se escribió al embajador español en Francia que tras los motines estaba la mano de los jesuitas. En septiembre se decía que los motines habían sido articulados por el «cuerpo peligroso», es decir, los jesuitas. Con este material, Campomanes elaboró el Dictamen decisivo, en el que aparecían todas las acusaciones contra la Compañía que se convertirían en el tiempo en un tópico: formidable conspiración, trama, horrible movimiento instigado por manos ocultas; y tal conspiración sólo tiene una finalidad: mudar de gobierno en beneficio de los jesuitas. Incluso se afirmó que se quería atentar contra la vida de un hombre, el rey (la doctrina del tiranicidio). Se afirmó que los jesuitas habían preparado el ambiente, escribiendo las sátiras contra el gobierno. Se decía que uno de los motivos era la pérdida del confesionario real y que ridiculizaban al rey, que estaba amancebado con la mujer de Esquilache.

Los historiadores acusan al fiscal de hacer el Dictamen desde una postura de odio declarado a la Compañía, a partir de testimonios tendenciosos.

Los investigadores actuales buscan nuevas causas. Se habla de que pudo estar tras los motines el llamado «partido español». Una parte de la nobleza española que desde 1759, cuando llegó Carlos III a España, temía que el monarca acabara con sus privilegios, favoreciendo a una cohorte de ministros extranjeros que llegaron con él. Y algo de razón tenía el partido pues vino acompañado de Grimaldi, de Esquilache, y se dejó influir mucho por su mentor Tanucci.

Encabezaban el partido el duque de Alburquerque y el duque de Alba. Ambos habían tenido influencia política durante el reinado de Fernando VI, y a la llegada de Carlos III perdieron sus prebendas. Alba fue apartado del muy bien remunerado cargo de mayordomo mayor de la reina. Pero esto no era nada comparado con la aplicación del Concordato de 1753, pues implicaba la pérdida de muchos privilegios que tenían desde el siglo XVI, como el derecho a presentar y proveer los beneficios eclesiásticos en sus estados. Esta tesis la apoya un trabajo de Jacinta Maciá Delgado: El motín de Esquilache a la luz de los documentos. En él expone la participación indirecta de la nobleza, ante la amenaza de sus inmemoriales privilegios. Esta acusación no libera en modo alguno a los jesuitas de su participación. Es más, sabemos de la buena relación entre jesuitas y nobles. Se puede descartar al duque de Alba porque felicitó efusivamente a Carlos III a raíz de la expulsión de la Compañía. El hecho de la implicación de los jesuitas no nos permite generalizar que toda la Compañía deseara la caída del gobierno. Para Campomanes no existía ninguna duda en este aspecto; inculpaba a toda la Compañía del complot, amparándose en la unidad de los jesuitas, propiciada por su rígida obediencia, en su comportamiento monolítico. Y el efecto del Dictamen fue completamente exitoso, dando origen a la Pragmática Sanción que conllevaría la expulsión de la Compañía de España.

El PAPEL del CLERO en la expulsión.

Cuando se habla de la expulsión siempre aparecen como causantes, a nivel propagandístico, los jansenistas y los regalistas. Ambos términos aparecen contrarios al jesuitismo. Estos encarnizados enemigos contribuyeron a crear una mala imagen de la Compañía.

El jansenismo era una corriente espiritual que apareció en Francia y que tras desarrollarse en este país comenzó a extenderse por Europa. En España y Portugal el éxito del jansenismo fue menor y el movimiento, además, sufrió una evolución desde posturas claramente dogmáticas y teológicas a otra vertiente más práctica. Así, el «jansenismo español» se mostraba claramente diferenciado del francés del siglo XVII.

La doctrina recibe el nombre del flamenco Cornelius Jansen, Jansenio, obispo de Ypres (1585-1638). Vivió las discusiones teológicas de agustinos y jesuitas que tenían como origen el tema de la gracia y de la predestinación. Estas cuestiones no habían sido resueltas de modo satisfactorio por el Concilio de Trento. Los dominicos secundaban a los agustinos. Éstos defendían que Dios predestinaba a los hombres a la salvación por un decreto absoluto de su omnipotencia, por medio de la «gracia eficaz». Los jesuitas mantenían una opinión contraria; daban mayor libertad al hombre en el tema de la salvación. Dios conoce al hombre, sabe si el hombre se salvará o se condenará; por ello, con el nacimiento, Dios concede una gracia suficiente para salvarse; el hombre que aprovechaba la gracia y vivía con buenas obras, se salvaba.

Esta polémica dio lugar al odio de escuelas, el «odius teologicus».

Jansenio se decantó por las ideas de los agustinos. Pero en su doctrina radicalizó estos postulados. En primer lugar, exageró el papel de la gracia eficaz. Ésta era un regalo de Dios, y sólo Dios sabía a quién se lo tenía que dar. El hombre no sabía si tenía esta gracia o no. Por tanto, el hombre estaba indefenso ante la salvación y debía llevar una vida muy rígida desde el punto de vista moral para hallarse entre los elegidos. Se excluía toda cooperación personal de la voluntad humana y entrañaba una disciplina de penitencia rígida.

Estas ideas las plasmó en una obra el Augustinus, que fue condenada por la Iglesia por la bula In eminenti (1642) y por la bula Cum occasionem (1653). La condena se llevó a cabo por una delación de los jesuitas franceses, apoyados por los jesuitas de los demás países de la Cristiandad.

A pesar de su condena, la doctrina se desarrolló en Francia gracias a los seguidores de Jansenio (abate Saint-Cyran, Jean de Hauranne). Éstos impusieron un modelo de vida religiosa de extremo rigor y de humildad. Fundaron centros de espiritualidad muy rigoristas, solidarios y dedicados al estudio. El foco difusor fue la antigua abadía cisterciense de Port-Royale; una abadía protegida por una familia nobiliaria, los Arnold.

El jansenismo se extendió entre las clases privilegiadas de Francia dando lugar a conflictos de todo tipo, sobre todo durante el reinado de Luis XIV. Irrumpió en Francia como un movimiento espiritual de profundas raíces teológicas, con implicaciones morales, proponiendo un nuevo modelo de vida cristiana.

A este jansenismo se le sumaron también unos componentes de tipo político, regalista, porque acabó defendiendo la supremacía del poder temporal sobre el espiritual, convirtiéndose en enemigo de toda posición ultramontana. Una de sus principales características fue por tanto un marcado antijesuitismo.

El jansenismo español del XVIII no tiene nada que ver con el jansenismo dogmático de Jansenio. Menéndez Pelayo, al buscar con lupa a los heterodoxos españoles del XVIII tropezó con un gran obstáculo a la hora de hallar jansensitas. Si entendía como tales a los que defendían las cinco proposiciones de Jansenio sobre la gracia, condenadas por la bula Unigenitus, no hallaba ningún jansenista. Este autor concluía que el XVIII no había sido un siglo teológico. Las preocupaciones se creaban por cuestiones canónicas y las leyes de la Iglesia; también surgieron polémicas por la primacía entre papas y obispos, y entre papas y concilios, sobre cuáles eran los límites de la potestad eclesiástica y el poder secular. Pero Menéndez Pelayo, a pesar de la inexactitud del término, decía que en España no existieron los jansenistas dogmáticos. En cambio, hablaba de otros «jansenistas» que se parecían a los solitarios de Port-Royal.

Partidarios de un fuerte rigorismo moral, los puntos en común versaban sobre su deseo de vivir con gran austeridad. También defendían la idea de volver a la antigua disciplina de la Iglesia primitiva. Otro punto general era la postura crítica contra los excesos de la Curia Romana y el poder omnímodo del Papa. Junto a todo esto, el aborrecimiento hacia la Compañía de Jesús y la necesidad de la creación de una Iglesia de corte nacional definían sus rasgos. Menéndez Pelayo advertía lo que otros historiadores han corroborado: la imposibilidad de hablar de un jansenismo dogmático y la existencia de un jansenismo histórico. Mestre o Appolis han descubierto nuevos rasgos de este jansenismo español. Le definía la preferencia por una religiosidad interiorizada, no gestual, que en España adquiría una peculiaridad pues conectaba con el erasmismo y con la filosofía Christi (defendida por Erasmo). Además, el biblismo (la necesidad de beber en lo que se llama la teología no especulativa, consagrando las Sagradas Escrituras como fuente única) era otra de sus características. Y a todos estos rasgos se sumaba la adscripción a las corrientes de la crítica histórica para fundamentar, recopilar y ordenar los cánones de la Iglesia y contraponerlos a las leyes civiles, para que así saliera a la luz la verdad de las leyes.

Este jansenismo español no estuvo integrado por un grupo uniforme de personas con un cuerpo ideológico determinado. A lo sumo, el jansenismo implicó una serie de actitudes o rasgos que a veces fueron asumidos globalmente por intelectuales españoles (ej. Mayans), y otros que asumieron unos rasgos determinados (ej. Roda). No existió un grupo, sino gente que conectaba con estas ideas. Pensaban que la defensa de estas ideas podía servir para sacar a España del marasmo en que se encontraba. Jansenismo equivale a una postura regeneracionista, regenerar España, en el sentido de volver atrás, a los modelos antiguos, a la Iglesia primitiva. Buscaban sus modelos de actuación en españoles de la época clásica (s. XVI) no contaminados por el Barroco. Esto no quiere decir que no existieran jansenistas con matices extranjerizantes. Pero otro de los rasgos comunes a estos jansenistas históricos es su posición antijesuita.

Junto al jansenista, aparecía como enemigo del jesuita, el regalista, con sus dos facies. Por un lado, la facies beneficial (control de los nombramientos y rentas de la Iglesia) y por otro, la facies episcopalista (que tendía a dar mucho peso a la institución del episcopado, resaltando su origen divino para contrarrestar el poder del Papa). El regalista no podía observar con buenos ojos la existencia de la Compañía, obediente a Roma, un poder extranjero. Los consideraban, por tanto, como enemigos de la monarquía, pues limitaban su campo de actuación.

En el siglo XVIII se puede hablar de obispos filojansenistas, gracias a los trabajos de Mestre. Éstos aparecieron en la escena política española a comienzos del reinado de Carlos III. Con la llegada de éste al poder, el grupo de obispos de tendencia jansenista se hizo más numeroso y vio crecer su poder al estrechar sus relaciones con determinadas figuras del gobierno. En la época de Carlos III en Valencia apareció un círculo de futuros obispos que se educaban bajo la tutela del arzobispo de la ciudad, Andrés Mayoral (1737-1769). En su corte protegía y animaba a una serie de eclesiásticos que fueron nombrados obispos por Carlos III. Así, aparecieron una serie de obispos filojansenistas: Felipe Beltrán (en Salamanca, que estuvo detrás de la reforma de los Colegios mayores), José Climent (en Barcelona, antijesuita convencido), Pedro Albornoz y Tàpies (en Orihuela, dominico, tomista, y no tanto filojansenista como antijesuita), José Tormo y Juliá (en la ciudad anterior, tomista, jansenita, reformó el Seminario eliminando las cátedras de doctrina jesuítica), Francisco Armanyà (en Lugo y Tarragona, manifestó abiertamente su favor por la expulsión) y Rafael Lasala (obispo auxiliar de Valencia).

Otro grupo lo constituyeron los toledanos. Eran tomistas y antijesuitas. Destacaban Francisco Antonio Lorenzana, Francisco Fabián y Fuero, José Javier Rodríguez de Arellano (que escribió la pastoral al Papa para que extinguiera la Compañía). Buruaga (en Zaragoza) y Rubín de Celis (en Murcia) también se incluirían en esta categoría.

Pero la Compañía también contaba con sus partidarios entre los propios obispos, como José Carvajal y Lancaster (Cuenca), Irigoyen (Pamplona), etc. Eran de avanzada edad y debían su ascenso a la mitra a la influencia de los Padres Confesores. Simpatizaban con Roma y eran partidarios de la autoridad incontestable del papa. Estos prelados filojesuitas recelaban del gobierno español y de su política regalista.

Los filojansenistas eran episcopalistas, es decir, partidarios de una mayor autonomía del episcopado español respecto a la Santa Sede. Consideraban que los obispos tenían autoridad para poder convocar Concilios provinciales y sínodos diocesanos para llevar a cabo la reforma en España. Deseaban además ampliar sus competencias jurisdiccionales, competencias que acababan donde empezaban las inmunidades del clero regular, por lo que querían tenerlo bajo sus órdenes. Se inclinaron con mayor o menor intensidad hacia las posturas regalistas, porque con el apoyo del monarca creían más fácil lograr sus objetivos.

Los obispos conservadores, desde el punto de vista moral, se decantaban más hacia el laxismo o probabilismo. En cambio, los filojansenistas eran partidarios del rigorismo o probabiliorismo, que les servía para reformar la Iglesia española y para acabar con la espiritualidad exterior. Este rigorismo conectaba con el programa ilustrado, de ahí que el gobierno simpatizase con este grupo de obispos.

Las relaciones entre ambos grupos se fueron agriando con el transcurso del XVIII. Fueron importantes las polémicas entre ambos grupos de obispos, casi siempre por algún motivo relacionado con los jesuitas. Ejemplo de esto fue el caso del cardenal Noris. Era una cardenal agustino, que había vivido a fines del XVII, gran teólogo. Debido a las afinidades de agustinismo y jansenismo, Noris aplicaba las ideas de San Agustín a Jansenio, alejándose del jansenismo doctrinal. El Papa había visto la obra de Noris con buenos ojos. Pero en España los jesuitas presionaron a Fernando VI a través de Rávago para que el inquisidor Pérez Prado incluyese el libro de Noris en el Índice. Pérez Prado lo incluyó en el Índice en 1747. El tema levantó gran polvareda en los círculos intelectuales. Y no se apaciguó con la caída de Rávago.

En 1771 aparece una nueva polémica que avivó aún más el enfrentamiento en el seno de la jerarquía eclesiástica española: el caso del catecismo de Mesenguy. Este catecismo fue publicado en Francia con gran éxito. Era de corte claramente jansenista. Negaba la infalibilidad del Papa y pretendía el poder de un concilio para contrarrestar esa falibilidad. Era por tanto marcadamente antijesuita. Clemente XIII condenó el catecismo y envió un breve a España con la condena.

Carlos III, en principio, pensó obedecer al Papa. Pero el nuncio en España, junto al inquisidor general, Quintano Bonifaz, se adelantó y publicó el breve sin la aprobación real. El rey entró en cólera y aprovechó la ocasión para imponer el exequatur. Se enfrentó a Roma y expulsó al inquisidor de la Corte. Estas medidas regalistas significaron un duro golpe para los jesuitas y el clero ultramontano.

Otra cuestión va a agravar la situación ganando partidarios para el antijesuitismo. Es el asunto del proceso de beatificación de Juan Palafox y Mendoza, obispo de Puebla de los Ángeles en Méjico (1756). Palafox se había caracterizado por sus simpatías hacia los jansenistas y su repulsa por la Compañía de Jesús. En Italia luchaban los jansenistas por su beatificación, oponiéndose con contundencia los jesuitas. En España no se hablaba del tema. Los intelectuales jansenistas italianos escribieron a España para recabar apoyo para su propósito, especialmente en círculos cercanos al gobierno. Con la llegada de Carlos III al trono y la subida al poder de los manteístas (y sobre todo, Roda). la situación iba a cambiar totalmente. El Confesor Real era el Padre Eleta (que era de Osma, como Palafox). Roda comentó al confesor que los italianos iban a beatificar a un obispo nacido en Osma. Eleta se convirtió en el máximo defensor de la beatificación de Palafox, ganándose la enemistad de los jesuitas. Los ánimos se enconaron de nuevo. Es cierto que la beatificación no se llevó a cabo pero levantó tal polvareda que algún autor ha visto en esta polémica una causa de la expulsión (Blanco-White dice que Eleta se hizo antijesuita sólo por la cuestión de Palafox, y se lo transmitió a Carlos III).

El ambiente siguió siendo intranquilo por otra polémica: la que giró en torno al culto del Corazón de Jesús. Este nació a finales del siglo XVII en Francia y había sido promocionado por San Juan Eudes y por Santa Margarita. Se difundió con gran rapidez a comienzos del XVIII. Se fundaron congregaciones con el nombre de Hermanos del Sagrado Corazón de Jesús. En España, los jesuitas introdujeron la devoción. El P. Hoyos se encargó de propagar el culto por el país. Felipe V influido por el Confesor jesuita se hizo muy devoto del Sagrado Corazón de Jesús; incluso solicitó un oficio en favor del Sagrado Corazón de Jesús. Roma no veía este culto con malos ojos, pero no quería oficializarlo. Por ello paralizó los trámites. Aunque no concedió la misa, en España siguió extendiéndose el culto. Pronto aparecen también sus detractores: los obispos de corte rigorista y filojansenistas no lo consideraban algo serio y lo veían propio del fanatismo religioso y supersticioso que alejaba a los cristianos de la religión interiorizada. Hacia 1765 los partidarios del Sagrado Corazón, sabiendo del projesuitismo de Clemente XIII, volvieron a escribirle para solicitar la gracia de la misa de oficio que había demandado Felipe V. Pero el gobierno español había cambiado con respecto a los tiempos de ese monarca. El gobierno informó a la Santa Sede que el único que podía solicitar tal acción era el rey Carlos III y que no hiciese caso a los obispos. El asunto se paralizó.

Pero todavía la oposición entre clero jesuita y clero antijesuita se va a acentuar más a partir de 1758 por la aparición del libro «Fray Gerundio de Campazas», escrito por el jesuita P. Isla. La aparición del libro incrementó la discordia. Sobre el P. Isla se ha escrito infinidad de trabajos. Hay un breve artículo de R. Olaechea: «Perfil sociológico del escritor José Francisco de Isla» en El Padre Isla, su obra, su tiempo, León, 1983. Se trata de la transcripción de una conferencia que dio en esta ciudad en 1981 con motivo del segundo centenario de la muerte del jesuita. Isla era un hombre de gran brillantez, ingenioso, dicharachero y con gracejo singular. Ingresó tempranamente en la orden: a los 15 años. Se le despertó una vocación literaria que se manifestó en el género de la polémica literaria. Utilizó el género epistolar, que es el que más se adaptaba a su voracidad crítica. La Compañía no le encargó la labor pastoral sino que le permitió escribir. En Villagarcía concibió la idea de escribir un nuevo Quijote inventando un personaje fustigador de uno de los males más extendidos en la Iglesia: los sermones, que habían degenerado de manera terrible desde la época barroca. Habían dejado de ser piezas útiles para convertirse en largos discursos enrevesados, ininteligibles, que sólo resaltaban la figura del predicador.

El P. Isla fue afortunado en criticar estos aspectos. Ridiculizó al predicador presuntuoso e ignorante: Fray Gerundio de Campazas. La novela alcanzó un éxito increíble. Se publicó entre el 22 y 23 de febrero de 1758. Se editaron 1.500 ejemplares, una gran tirada para la época. El primer día se vendieron 800 ejemplares. Pronto se acabaron. A Fernando VI, al duque de Alba, Mayans, incluso al papa, a todos ellos, les gustó la obra. Pero los enemigos de Isla lograron que la Inquisición retirara la obra. La Inquisición interrumpió la segunda edición entre el 17 y el 24 de marzo de 1758 y no dejaron salir la segunda parte manuscrita. Después el libro fue prohibido y no se volvió a imprimir más que clandestinamente (ediciones furtivas en los años posteriores yen italiano, francés, inglés, alemán...). El libro apareció en un momento político poco adecuado pues los jesuitas tenían ya muchos enemigos. El Fray Gerundio contribuyó a incrementar el odio a los jesuitas porque creían que el libro proclamaba la superioridad de los jesuitas sobre otras órdenes. Fray era el título que se daban los clérigos dominicos, agustinos, etc. Se acentuó el odio contra la Compañía. El carácter crítico de Isla también incrementó este sentimiento.

La LOGÍSTICA de la expulsión.

Los cerebros de la expulsión fueron Roda y Campomanes. La logística correspondió al presidente del Consejo de Castilla, el conde de Aranda. Por ello la historiografía del XIX le identificó equivocadamente como el artífice de la expulsión. Para que la expulsión se llevase a buen efecto Aranda debió de superar muchos obstáculos. Tuvo que organizar los pormenores del viaje de los puertos de embarque a Civitavecchia. El secretario de Marina era a quien correspondía esta operación. Pero a Julián de Abiaga se le consideraba projesuita. Por eso se le tuvo engañado hasta el momento de la expulsión (le contaron que se trataba de maniobras militares). Sin embargo Abiaga, por los preparativos, pudo suponer que no se trataba de maniobras.

Los jesuitas fueron repartidos en cajas o puertos para el viaje. Los de Castilla fueron a los puertos de Bilbao, Santander, Gijón. Y de allí se dirigieron a La Coruña, desde donde partirían a Italia. Los de Andalucía central, oriental y Extremadura iban a Cádiz, y de allí a Málaga. Los de Castilla-La Mancha embarcaban en Cartagena. Y los de la Corona de Aragón en Salou, bajo el mando del mitificado Barceló. Una vez llegados a los puertos de embarque, los Intendentes de Marina eran los encargados de fletar las naves y aprovisionarlas, con los recursos de los bienes confiscados. La mayor parte de los intendentes que intervinieron, tanto en tierra como por mar, desarrollaron una brillante carrera administrativa, accediendo incluso a los cargos nobiliarios.

El 13 de abril de 1767 llegó la carta de Carlos III a Clemente XIII comunicándole la decisión del gobierno español a través de Tomás de Azpuru. El 15 de abril el Papa comunicó su tristeza por la medida y señaló que no estaba dispuesto a admitir a los jesuitas en los Estados Pontificios, pues ya había hecho bastante admitiendo a los portugueses con anterioridad. Clemente XIII temía que 4.000 nuevos jesuitas incrementaran la carestía existente. El 16 de abril Roma enviaba a Madrid un breve con su decisión. La carta del Papa no llegó a Carlos III hasta fines de abril, cuando ya estaban los jesuitas embarcados y preparados para el viaje. El Consejo extraordinario le comunicó al rey que ya no se podía dar marcha atrás. Los jesuitas salieron rumbo a Civitavecchia, incómodos, humillados, consternados y hacinados en los barcos. Pensaban que iban a los Estados Pontificios pero el gobierno ya sabía que no los iban a admitir. El gobierno intentaba encontrar un destino para los expulsados. Algunos pensaban llevarlos a Córcega, pero la medida preferida era dejarlos en un puerto de los Estados Pontificios. Entre finales de abril y los primeros cinco días de mayo apareció la idea de llevarlos a Córcega. Pero surgió un grave inconveniente: la situación política y la guerra iniciada en 1729. Los rebeldes acaudillados por Paoli habían adquirido fuerza. Córcega pertenecía a la República de Génova. La mitad de los corsos no querían depender del gobierno genovés y querían independizarse. La revuelta se había hecho muy larga y Génova no tenía los recursos militares suficientes para sofocar la revuelta. Pidieron ayuda militar a Francia. Los militares franceses se establecieron en Bastia, Calvi, San Florencio, Algaiola, Bonifacio, principales poblaciones de la costa. El centro de la isla estaba en manos de Paoli. El gobierno español tenía que negociar a tres bandas: con Génova para obtener el permiso, con Francia para que no pusieran inconvenientes, y con Paoli, por si los jesuitas iban al centro de la isla, pero con éste se debía utilizar una vía secreta. Además pensaban que Paoli aceptaría a los jesuitas porque éstos contaban con una pensión y podían fomentar la vida económica del interior. Además, los corsos habían creado una pequeña universidad en el centro de la isla y los jesuitas eran perfectos para ocupar puestos de enseñanza.

Las negociaciones con Génova llegaron a buen puerto, y se pasó a hablar con los franceses, con Choiseul. Los españoles decidieron hablar con el conde de Marbeuf, al mando de los presidios corsos.

El primer convoy (que había partido de Salou) llegó entre el 13 y el 14 de julio. Cuando intentaron desembarcar se encontraron con los cañones apuntándoles. En esos momentos Azpuru ya ha dicho en Roma que Génova les dejaba ir a Córcega. Faltaba que el gobierno francés mandara la orden a Marbeuf. Los jesuitas de Aragón marcharon a Córcega. Unos días después llegaron los de Andalucía, luego los de Toledo y los de La Coruña. Conforme llegaban iban dirigiéndose a Bastia, donde se hallaba Marbeuf. Éste les impidió la entrada hasta que recibiera la orden directa del gobierno francés. Alegaba que las ciudades estaban muy pobladas y surgirían problemas de abastecimiento. Las gestiones diplomáticas se agrian hasta que por fin Choiseul mandó la orden. Marbeuf, receloso, se negó a que desembarcaran en Bastia y pidió que dieran la vuelta por el norte a la isla y se instalaran en los presidios de la costa oeste (Ajaccio, Algaiola...). A finales de agosto desembarcaron los de Aragón. Los de Toledo no desembarcaron hasta finales de septiembre. Entre agosto y septiembre desembarcaron los jesuitas en Córcega donde llevan una vida terrible entre otoño de 1767 y otoño de 1768. Vivían hacinados y sin recursos. Además, desde el momento del desembarco apareció un rebrote de guerra civil y se produjeron enfrentamientos. El 15 de marzo de 1768 Francia y Génova firmaron un tratado: el de Compiegne. Génova vendía la soberanía de la isla a Francia. A partir de este momento los rebeldes corsos comenzaron una nueva oleada bélica que tuvo su momento culminante en el varano de 1768. Finalmente, los franceses aplastaron a los corsos y decidieron expulsar a los jesuitas de Córcega, mandándolos a Italia. Génova les permitió desembarcar en sus costas, siempre y cuando atravesaran el territorio genovés y se dirigieran hacia territorios pontificios. El Papa por fin decidió admitirlos. Entre otoño y los primeros meses de invierno de 1769 comenzaron a instalarse en los Estados Pontificios. Los jesuitas aragoneses fueron a Ferrara. Los de la Provincia de Toledo a Forli. Los de Andalucía se instalaron en Rímini y los de América se instalaron en Bolonia. Estaban controlados por la policía italiana y por vigilantes españoles. En Italia al menos llevaban una vida más cómoda que en Córcega.

En total fueron 5.000 los jesuitas que vivieron en Italia. No llevaron una vida fácil. No eran bien vistos y tampoco eran aceptados debido al influjo de la propaganda filojansenista. No obstante, los más preparados ocuparon cargos de confesores, fueron profesores y también fueron acogidos por familias nobles como preceptores. Los clérigos italianos no los veían con buenos ojos porque los jesuitas pretendían ganar dinero celebrando misas, en perjuicio de los clérigos italianos. Los propios jesuitas de los Estados Pontificios tenían miedo de aceptar a los españoles. Allí sólo fueron apoyados por los portugueses a los que antes habían ayudado.

La EXTINCIÓN de la Compañía de Jesús.

El gobierno de Madrid contactó con Lisboa, París, Nápoles y Parma para presionar al Papa y conseguir la extinción de la Compañía. Para los monarcas de la Casa de Borbón éste sería el golpe definitivo a los jesuitas. El aparato propagandístico debía extenderse por toda Europa, insistiendo en el carácter intrigante y perjudicial de los jesuitas; ello debía de estar avalado por una gran cantidad de firmas de eclesiásticos. En 1769 el gobierno comenzó una labor destinada a ganarse al alto clero. Se pensó en convocar un concilio nacional para obtener una declaración conjunta contra la Compañía. Pero la convocatoria y discusión podía dar lugar a dilaciones por lo que el rey optó por solicitar de modo personal y secreto el dictamen de cada uno de los obispos. La carta era una especie de intimidación, conociendo el sentir del monarca y el gobierno. Esto, unido al antijesuitismo de buena parte del alto clero español, dio el resultado de 46 obispos favorables a la extinción, 8 contrarios y 6 no respondieron al requerimiento real.

Por otra parte, los distintos monarcas borbones dieron orden a sus embajadores para que presionaran diplomáticamente al Papa, llegando incluso a utilizar coacciones veladas (amenazando con cerrar la nunciatura en Madrid, con resolver los pleitos en los tribunales episcopales y no en la Curia romana...). Las medidas arreciaron en 1769 porque Clemente XIII falleció, siendo sustituido por Clemente XIV, que no era defensor de la Compañía. En España, Carlos III envió como embajador a Roma a un antijesuita, José Moñino, fiscal del Consejo de Castilla. Moñino, aconsejado por Roda, primero se ganó la confianza de Buontempi, confesor del Papa. También comenzó a buscar partidarios de la extinción en el colegio cardenalicio. Entre 1772 y 1773 las Audiencias de Moñino ante el Papa se hicieron más frecuentes, de modo que la voluntad del Papa comenzó a flojear. El 29 abril de 1773 la extinción estaba más cerca. El 27 de julio de 1773 el Papa hace público el breve Dominus ac redemptor ordenando la extinción de la Compañía; un documento que se hallaba muy inspirado por Carlos III a través de los buenos oficios de Moñino, y en el que el Papa decía que a fin de restablecer la paz suprimía la Compañía por haber perdido su finalidad y objetivos originales; los miembros podían ingresar en otras órdenes y se les asignaban unos subsidios. La Santa Sede recuperaba Avignon y Benevento y Moñino ganaba el título de conde de Floridablanca.

Teófanes Egido, relacionando el regalismo con las ideas ilustradas de reforma, ha llegado a afirmar de modo rotundo que la expulsión y posterior extinción formaban parte de un plan ambicioso que no llegó a fraguar: la eliminación de todas las órdenes religiosas. En este plan estarían involucrados Roda, Floridablanca, Aranda, Campomanes y otros. La reforma del clero regular se estaba proyectando desde los tiempos de Ensenada. Si esta reforma se detuvo durante el reinado de Carlos III bien pudo deberse a que el gobierno concentró su atención en los jesuitas, ya que para lograr la expulsión se necesitaba el apoyo del clero (muchos obispos eran regulares). Por eso el gobierno antes de 1767 defendió incluso las escuelas tomista y agustiniana contra la jesuítica. Pero tras 1773 los miembros del gobierno acosaron a tomistas y agustinos hasta el punto de que en 1783 Campomanes, cuando quiso reformar la Universidad de Orihuela, intentó apartarla de los dominicos (los dominicos sólo podían dar clase a los de su misma orden, y no a los laicos).

Muchos jesuitas marcharon a Rusia y Prusia donde se les acogió muy bien. Allí realizaron una obra importante de divulgación. Pero la mayor parte se quedó en Italia. En 1815, con la vuelta del absolutismo a España y en los inicios de la Restauración en Europa, se restituyó la Compañía gracias a las gestiones de Pignatelli. Durante el Trienio Liberal (1820-1823) fue de nuevo prohibida. Y también fue abolida en 1868. La Compañía de Jesús estaba lejos de continuar su trayectoria sin sobresaltos.

LAS MISIONES JESUITICAS.

La labor misional de los jesuitas: las reducciones guaraníes.
La obra misionera de los jesuitas constituyó uno de los principales signos de identidad de la Compañía.

Esta iniciativa fue importantísima no sólo en virtud del elevado número de colegios creados, sino también por las peculiares características de las fundaciones. En estos establecimientos -tanto en China como en América-, los jesuitas se mostraron partidarios de un declarado sincretismo religioso, esto es, no tuvieron ningún tipo de escrúpulos a la hora de aceptar o adaptar ritos paganos con tal de llevar a los pobladores de dichas tierras la palabra de Cristo. La Compañía decidió respetar los particularismos religiosos con la intención de utilizarlos para el adoctrinamiento cristiano. Por ello, sus miembros recibieron múltiples críticas y acusaciones por parte de las otras órdenes religiosas, recelosas de los éxitos jesuitas.

Las misiones más trascendentales fueron las célebres reducciones guaraníes, que dieron origen al mito del Estado o República Jesuita, que a la postre acabó resultando nefasto para el futuro de la Compañía.

Aunque los jesuitas fundaron misiones en México, California, Ecuador y cerca del lago Titicaca, los establecimientos más conocidos fueron los guaraníes, que se localizaron en una zona extensísima (la del Paraná) situada entre Paraguay, Uruguay y Argentina.

Era una región cuyas características permitían las fundaciones (los indios eran sedentarios, su principal actividad era la agricultura, y podían ser reducidos a encomiendas, o esclavizados por los bandeirantes portugueses).

La Compañía se instaló en esta zona hacia 1550-1551, siendo el P. Manuel de Lobrega quien inició la evangelización. Carlos I fue reticente a conceder permiso a los jesuitas para ir a América. Felipe II también fue remiso. Pero en 1565 aparecieron las primeras reducciones de carácter oficial. En 1609 se fundó la primera misión al norte de Iguazú, y en 1615 existían ya ocho reducciones o poblaciones para indígenas y misioneros con hinterland propio. Ello les servía para proveerse de bienes de subsistencia, para poder preservar a los indios de la explotación de españoles o portugueses y para poder adoctrinarlos católicamente, manteniendo a los indios alejados de la sociedad colonial y las corrupciones que ésta entrañaba (también evitaban así problemas con los encomenderos).

En 1611 se publicó la real orden de protección de las reducciones. Cada reducción contaba con una Iglesia y cabildo propio con total autonomía para gobernarse siempre que existiera un representante del rey allí. Se prohibía el acceso a las reducciones a españoles, mestizos y negros, y se garantizaba a los indios que nunca caerían en manos de encomenderos... Sin embargo, pese a estas reales órdenes, no estuvieron libres de las incursiones portuguesas. Entre 1628-1631, los indios capturados por los portugueses superaron los 60.000. No se debe dejar de tener presente que el miedo a la esclavitud fue una de las claves del éxito de las reducciones (más que el carácter persuasivo de los jesuitas). Ante esta situación, los miembros de la Compañía organizaron estas reducciones con pertrechos claramente defensivos (planta cuadrada rodeada de empalizadas y fosos, con milicias armadas de indios adiestrados y cuerpos de caballería para la defensa, con plaza en el centro y la iglesia, de la que partían todas las calles). La organización misionera no sólo se limitaba a tareas doctrinales, sino que organizaba la vida económica y política fundada en la sólida preparación de los jesuitas que iban allí (que poseían grandes conocimientos prácticos en arquitectura, medicina, ingeniería, artesanía...)

Los jesuitas respetaban la organización familiar de los indígenas. Su lucha se centró principalmente contra la poligamia. Incluso a la hora de organizar las fiestas de los matrimonios, se respetaba el ceremonial tradicional indígena, practicándose posteriormente el ceremonial católico. Tras el matrimonio se les dotaba a los cónyuges de casa y tierra. Los jesuitas respetaban a los caciques y les daban acceso al cabildo de la reducción, que era la institución de gobierno con sus alcaldes mayores, oidores, etc. Este consejo se elegía por votación entre los recomendados por los salientes. Uno de los miembros del cabildo era jesuita. También había un corregidor, nombrado por el Consejo de Indias. Existía un director espiritual jesuita y un director ecónomo de la reducción, con una legislación a todos los niveles, sin pena de muerte. La relación entre las reducciones era semejante a la de una confederación.

En lo que se refiere a la forma tributaria de distribución de la tierra, ésta se dividía en tierra de Dios, comunal del pueblo, y las parcelas individuales de los indígenas. La tierra de Dios la conformaban las mejores tierras, tanto agrícolas como ganaderas, y era trabajada por turnos por todos los indios. Los beneficios de esta tierra de Dios se dedicaban a la construcción y al mantenimiento del templo, el hospital y la escuela. Los beneficios de la propiedad comunal también se destinaban para pagar a la Real Hacienda y los excedentes servían para fomentar la propia economía. Las parcelas individuales proporcionaban a los indios su sustento familiar, y si conseguían excedentes, éstos pasaban al silo común para ser consumidos en momentos de necesidad, o vendidos en situaciones de bonanza. Para evitar el absentismo, los jesuitas propusieron un horario de trabajo rígido, de seis horas laborables diarias, que era ciertamente cómodo si lo contrastamos con las doce horas que tenían que trabajar los indios en las encomiendas. Pese a la diferencia de horas, hemos de hacer constar que los rendimientos eran mucho más elevados en las reducciones que en las encomiendas. Se recogían hasta cuatro cosechas de maíz; también cultivaban algodón, caña de azúcar, la hierba mate (que en el XVIII cultivaban los jesuitas, y se llegó a convertir desde principios de este siglo en el primer producto exportable hacia el resto de las áreas coloniales). También desarrollaron la ganadería, permitiendo a su vez la realización de trabajos artesanales (sobre todo, el cuero y su exportación). Todos estos factores favorables impulsaron el comercio de las reducciones a través de las grandes vías fluviales. Como hecho significativo, cabe destacar que dentro de las reducciones no existía la moneda, sino que se practicaba el trueque. En el comercio exterior sí se utilizaba moneda, que se atesoraba para comprar los artículos que no se producían en la misión.

Con su gran desarrollo, las reducciones guaraníes se transformaron en fuertes competidoras de las ciudades cercanas (como Asunción o Buenos Aires). En éstas, comenzó el malestar y el mito de las grandes riquezas atesoradas en las misiones. Llamaba la atención que comprasen artículos de oro y plata para magnificar el culto. Es posible que no sea del todo equivocado este mito porque existían conexiones entre las reducciones y los colegios jesuitas de toda América, y se sabe que los bienes de los colegios, seminarios y las tierras que los sustentaban pudieron ser compradas gracias al dinero de las reducciones. También se decía de los padres de la Compañía que mantenían circuitos de capitales y actuaban de depósito de muchos seglares.

La situación estratégica de las reducciones, entre las posesiones de españoles y portugueses, se convirtió en tema peligroso y una de las causas de su ruina, porque las milicias de las reducciones eran un obstáculo serio para el avance portugués hacia el sur. Durante el reinado de Felipe V, la monarquía apoyó a los jesuitas por estas razones. Pero lentamente los constantes choques de España contra Portugal y la necesidad de concretar los límites entre ambos países vieron en las reducciones un gran obstáculo. Los jesuitas esgrimieron su obediencia al papa, resistiéndose a aceptar los acuerdos entre Lisboa y Madrid. En 1750, en virtud del célebre Tratado de Límites de Madrid, impulsado por el ministro José de Carvajal, se estableció que Portugal devolviera a España la provincia de Sacramento a cambio del territorio cercano al río Paraguay, donde había reducciones con más de 30.000 indios. Los jesuitas se negaron a abandonar las reducciones iniciándose la guerra guaraní entre las tropas hispano-portuguesas y los indios, capitaneados por algunos jesuitas. La guerra no finalizó hasta 1756. Tras ella, las reducciones no volverían a recuperarse.

Por entonces, la campaña de desprestigio contra los jesuitas estaba ya en marcha. Los padres de la Compañía fueron acusados de resistencia a la autoridad, por seguir las tesis políticas del P. Mariana sobre el tiranicidio. Recibieron múltiples ataques e invectivas de antijesuitas y regalistas, quienes les acusaron de querer acabar con el rey.

A partir de la guerra guaraní, se desencadenó un momento muy crítico en toda Europa. En Portugal, el marqués de Pombal publicó la Relación abreviada de la República de los jesuitas, considerándoles abiertamente enemigos de Portugal (1757). Otra obra polémica que dañó considerablemente la imagen de la Compañía fue la Historia de Nicolás I, rey de Paraguay.

Posteriormente, en España se extendió la idea de que los jesuitas habían sido los instigadores de los motines del 1766 y de que tenían el propósito de acabar con Carlos III para imponer a un monarca que mostrase total obediencia al Papa. El año siguiente, la Compañía de Jesús fue expulsada de los dominios españoles. Y en 1773 fue extinguida.
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Varias fuentes. Recopilación realizada por A. Torres Sánchez.

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