Blogia
Brigantium

JUAN PABLO II (Karol Józef Wojtyla).

JUAN PABLO II (Karol Józef Wojtyla).

Juan Pablo II (* Wadowice, Polonia, 18 de mayo de 1920 - † Ciudad del Vaticano, 2 de abril de 2005). Papa número 264 de la Iglesia católica según la Lista de papas. Su nombre de nacimiento fue Karol Józef Wojtyla (pronúnciese voi-tí-hua). Es el primer papa polaco en la historia, y uno de los pocos que no nacieron en Italia.

Su pontificado de 26 años ha sido el tercero más largo en la historia de la Iglesia Católica, después del de San Pedro (se cree que entre 34 y 37 años) y el de Pío IX (31 años).

En 1981, mientras saludaba a los fieles en la Plaza de San Pedro, Juan Pablo II sufrió un atentado contra su vida perpetrado por Mehmet Ali Agca, quien le disparó a escasa distancia desde la multitud. Meses después, fue perdonado públicamente. En 1984, antes de su visita a Venezuela la policía política (DISIP) descubrió y desarticuló un complot para asesinarlo, encabezado por el líder de la rama venezolana de la secta brasileña ultraderechista Tradición, Familia y Propiedad, Alejandro Peña Esclusa. El 6 de enero de 1995 las policías de Manila y Filipinas detectaron la Operación Bojinka, que buscaba el mismo fin.

Su salud se quebrantó en los primeros meses de 2005, cuando tuvo que ser hospitalizado por un síndrome de dificultad respiratoria. Se le realizó una traqueotomía a mediados de marzo. Hacia finales del mismo mes su estado se agravó y entre el 31 de marzo y el 1 de abril sufrió una septicemia por complicación de una infección de vías urinarias.

Falleció el día 2 de abril de 2005, a las 21.37 horas (hora de Italia). Pocos minutos después, el Cardenal Vicario de Roma, Camilo Ruini, dio la noticia a los peregrinos que llenaban la Plaza de San Pedro y al mundo entero, declarándose la vacante papal. Sus ultimas palabras fueron ¡Amen!.



RELACIONES INTERNACIONALES.

Al inicio del pontificado de Juan Pablo II, la Santa Sede tenía relaciones diplomáticas con 84 Estados. Al fallecer este Papa, la Santa Sede las tenía con 173 Estados. Igualmente, participa como miembro pleno o como observadora en varios organismos internacionales y regionales.

Las 104 visitas internacionales de Juan Pablo II han sido realizadas mayoritariamente en su doble calidad de Jefe de Estado y el de Jefe de la Iglesia Católica. Por ello el gesto del Jefe de Estado del país receptor (si es de cultura cristiana) de saludarle primero con la mano (tratándose del encuentro de dos jefes de estado) y eventualmente después con la clásica reverencia y besamanos.

Fue un extraordinario políglota, ya que no sólo llegó a dominar el polaco, griego clásico, latín, italiano, francés, español, portugués, inglés y alemán, sino que también tuvo suficientes conocimientos del checo, lituano, ruso y húngaro, además de algo de japonés, tagalo y varios dialectos africanos. Gran deportista en su juventud, llegó a hacer adelantar la ceremonia de nombramiento papal para no interferir con un partido de fútbol que tenían previsto emitir por televisión.

Ha sido el único Papa en hacer uso intensivo de los medios de comunicación y, en especial, de Internet para hacer llegar su mensaje, además de ser el primero en tener acercamientos con líderes de religiones tales como la judía, musulmana, ortodoxa y tibetana (a través del Dalai Lama), entre otras. Fue criticado por visitar países de gobierno dictatorial; por excomulgar al Obispo francés Monseñor Marcel Lefevre el 2 de julio de 1988, quien ordenó a cuatro Obispos, sin su autorización y por la canonización en el 2002 del controvertido fundador del Opus Dei, Josemaría Escrivá de Balaguer.



BIOGRAFÍA.

Era el segundo de los dos hijos del matrimonio integrado por Karol Wojtyła y Emilia Kaczorowska. Su madre falleció en el año 1929. Su hermano mayor, Edmund, quien era médico, murió en 1932; y su padre, un suboficial del ejército polaco, murió en 1941, durante la ocupación de la Alemania nazi.

Al terminar sus estudios de educación media, se matriculó en la Universidad Jagellónica de Cracovia y también en una escuela de teatro. Cuando las fuerzas de ocupación alemanas cerraron la Universidad, en septiembre de 1939, el joven Karol tuvo que trabajar en una cantera y luego en una fábrica química (Solvay), para ganarse la vida y evitar que fuera deportado a Alemania. Fichado por la Gestapo, se refugió en una buhardilla de Cracovia. En esa época, se unió al grupo del célebre actor polaco Mieczyslaw Koltarszyk, creador del teatro Rapsódico, con el cual interpretó papeles de contenido patriótico.

También participó en la resistencia contra Alemania para ayudar a salvar a familias judías. Posteriormente, su situación se complicó en Polonia y debió refugiarse en los subterráneos del arzobispado de Cracovia



EDUCACION PASTORAL.

En 1942 ingresó en el seminario clandestino que había fundado Monseñor Sapieha, cardenal arzobispo de Cracovia, iniciando la carrera de Teología. Fue ordenado como sacerdote el 1 de noviembre de 1946 en la capilla privada de Sapieha.

Poco después se trasladó a Roma para asistir a los cursos de la Facultad de Filosofía del Pontificio Ateneo "Angelicum", obteniendo el doctorado en Teología con la tesis El acto de fe en la doctrina de San Juan de la Cruz.

En 1948 regresó a Polonia y ejerció su primer ministerio pastoral como vicario coadjutor de la parroquia de Niegowic, en los alrededores de Cracovia, durante trece meses. En noviembre de ese mismo año obtuvo la habilitación para ejercer la docencia en la Facultad de Teología de la Universidad Jagellonica. El 17 de agosto de 1949 se trasladó como vicario a la parroquia de San Florián, en Cracovia, donde ejerció el ministerio durante dos años, alternándolo con su trabajo de consejero de los estudiantes y graduados de la Universidad estatal de esa ciudad.

Nombrado profesor de Teología Moral y Etica Social del seminario metropolitano de Cracovia, el día 1 de octubre de 1953, comenzó en 1954 a impartir clases de Ética en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica de Lublín, en la que dos años después fue nombrado director de dicha Cátedra. El 4 de julio de 1958, el Papa Pío XII le nombró obispo auxiliar de la archidiócesis de Cracovia, bajo el administrador apostólico, arzobispo Baziak.

A partir del 11 de octubre de 1962, el joven obispo comenzó a tomar parte activa en el Concilio Vaticano II, destacando sus puntualizaciones sobre el ateísmo moderno y la libertad religiosa. El 8 de diciembre de 1965 pasó a formar parte de las Congregaciones para los Sacramentos y para la Educación Católica, y del Consejo para los Laicos. En 1962, al morir el arzobispo Baziak, fue nombrado vicario capitular y el 30 de diciembre siguiente el Papa Pablo VI lo nombró Arzobispo de Cracovia. El 29 de mayo de 1967 fue nombrado Cardenal, lo que le convirtió en el segundo más joven de la Iglesia Católica, con 47 años de edad.


PONTIFICADO.

En agosto de 1978 murió Juan Pablo I, tras un pontificado de 33 días, y el 16 de octubre de 1978, finalmente Wojtyla fue elegido sucesor de San Pedro, con el nombre de Juan Pablo II, convirtiéndose, con 58 años, en el Papa más joven del siglo y en el primero no italiano desde el holandés Adriano VI (1552). Tres días después de su elección viajó a Castel Gandolfo y el 5 de noviembre visitó Asís, el primero de sus 144 viajes por Italia.

El 3 de diciembre de 1978 visitó la parroquia romana de San Francesco Saverio, la primera de las más de 300 visitadas en dicha ciudad.

El 25 de enero de 1979 comenzó en México y la República Dominicana el primero de sus 104 viajes al exterior. El último fue el 14 de agosto de 2004 al santuario mariano de Lourdes, en Francia.

A lo largo de sus casi 27 años de pontificado nombró un total de 232 cardenales, de ellos uno "in pectore", es decir que mantiene su nombre en secreto mientras así lo considera el Papa.

Como Papa, Wojtyla impuso un estilo desusado al desechar la silla gestatoria usada por sus antecesores para mostrarse en público, se puso a nivel de la calle y de las multitudes, mostrando sus simpatías por niños y adolescentes. Sus múltiples viajes al extranjero lo hicieron conocer, en particular en América Latina, como «el atleta de Dios», «el caminante del Evangelio» y el «Papa peregrino». Quizá esto sea debido al tema compuesto en su honor, por el mexicano Ricardo Cantalapiedra titulado El Peregrino que fuera entonado por el adolescente cantante venezolano Adrián Guacarán en la primera de sus dos visitas pontificales a Venezuela. El Pontífice, haciendo uso de su don natural de la simpatía, departió con el joven intérprete invitándolo a visitar el Vaticano, siendo el primer cantante de su edad que era invitado por un Papa.

Poeta, filósofo, políglota y deportista, Juan Pablo II, en su prolongado mandato, superó numerosas marcas: no sólo fue el Pontífice más viajero, sino también el que proclamó más santos y beatos, de todos los tiempos y de todos los orígenes. Desde antes de los inicios de su pontificado, Wojtila había escrito la obra teatral El taller del orfebre, convertida en ópera rock y siendo presentada en España en los inicios de los años 80.

Desde el atentado sufrido el 13 de mayo de 1981 comenzó a sufrir diversos problemas de salud: además de las dificultades que tuvo para recuperarse de las heridas de bala que sufrió en el estómago y en una mano, padeció luego un cáncer de intestino, la fractura del fémur y de un hombro, y, desde los años 90, tuvo que sobrellevar la enfermedad de Parkinson, de origen genético.

Esto no impidió que, a fines de los años 80, su actuación en Polonia y su influencia en los acontecimientos que se producían en el ex bloque comunista contribuyeran de modo considerable a la caída de los regímenes de Europa del Este, según coinciden numerosos historiadores.

Más de una década después, y pese a su implacable deterioro físico, en marzo de 2003 Juan Pablo II se opuso con todas sus fuerzas y autoridad a la guerra de Estados Unidos contra Irak. En esa misión evidenció la misma determinación que había mostrado al inicio de su pontificado para mediar entre Argentina y Chile cuando se encontraban al borde del enfrentamiento.

Idéntica energía desplegó para aislar y neutralizar a los defensores de la Teología de la Liberación, en América Latina, y para alentar el desarrollo de la influencia de movimientos ultraconservadores, como el Opus Dei, que llegaron a ocupar un lugar influyente en el Vaticano.

Entre los principales episodios de su pontificado está la primera visita de un Papa a una iglesia luterana (Roma, 1983), la primera a una sinagoga (Roma, 1986), la Jornada mundial de oración por la Paz (Asís, 1986) y la excomunión del arzobispo Marcel Lefebvre (1988).

Este año se produjo un hecho histórico: Juan Pablo II visitó la ortodoxa Atenas y entró en una mezquita, la de Damasco, siendo la primera vez que un Pontífice romano pisaba una mezquita y oraba en su interior.

Asimismo, figuran el primer encuentro de un Papa con una comunidad musulmana (Casablanca, 1985), el Año Santo de 1983, a partir del cual creó las Jornadas mundiales de la Juventud, celebradas en Roma (varias veces), Buenos Aires, Santiago de Compostela (España), Denver (Estados Unidos), Manila, Czestochowa (Polonia), París y Toronto (Canadá) en 2002.

También destaca el encuentro con el último presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, en diciembre de 1989, que marcó el final de los regímenes comunistas europeos y la normalización de la Iglesia católica en dichos países, y la visita realizada en enero de 1998 a Cuba, donde fue recibido con todos los honores por el presidente Fidel CASTRO.

Aparte de sus catorce encíclicas, con Juan Pablo II se han publicado los nuevos Códigos de Derecho Canónico Latino (1983) y Oriental, así como el Catecismo Universal de la Iglesia Católica (1992), fruto del Sínodo especial de Obispos de 1985, dedicado al Concilio Vaticano II.

Su gran deseo, que materializó, fue llegar al año 2000, abrir la Puerta Santa e introducir la Iglesia en el tercer milenio. En la primavera de 2000 pudo por fin pisar Tierra Santa. Visitó el Monte Nebo, donde (según el Antiguo Testamento) el profeta Moisés vió la Tierra Prometida antes de morir; Belén, Jerusalén, Nazaret y varias localidades de Galilea.

Durante ese viaje, Juan Pablo II, el primero en reconocer en 1986 "los derechos nacionales" del pueblo palestino y entablar relaciones diplomáticas plenas con Israel en 1994, ofició misa en la Plaza del Pesebre de Belén, pidió perdón en el Muro de las Lamentaciones y en el Museo del Holocausto por los errores cometidos por los cristianos que persiguieron a los judíos y celebró misa en el Santo Sepulcro. Cabe reconocer que también pidió perdón por las injusticias cometidas por el Vaticano en contra del célebre científico italiano Galileo Galilei a quien hizo retractarse de sus teorías heliocéntricas.

A mediados de marzo de 2004 pasó a ser el tercer Papa que más tiempo permaneció en el trono de Pedro.

Al concluir su pontificado con su muerte, en medio de grandes sufrimientos, Juan Pablo II dejó pendientes dos viajes: uno hacia Moscú, donde su encuentro con el Patriarca Alejo II supondría un gran paso en la unidad de los cristianos y otro hacia China que hubiese significado la reanudación de sus relaciones con El Vaticano, suspendidas desde 1949.



MUERTE.

Al ser anunciada su muerte, en medio del rezo del Rosario, el público presente en la Plaza de San Pedro prorrumpió en nutridos aplausos. Las luces de su habitación en el Vaticano se apagaron por un instante para comunicar de esta manera el momento de su fallecimiento, pero luego fueron encendidas nuevamente y así permanecieron, cuando muchas personas pensaban que se harían apagar y serían cerradas las ventanas en el momento en que se confirmase su fallecimiento.

Su muerte se produjo a las 21:37 horas de Italia del 2 de abril de 2005 debido a una septicemia y a un colapso cardiopulmonar irreversible, agravado por su enfermedad de Parkinson. En su agonía, le dictó a su secretario, Stanislao Dzwiwisz, una carta en la que decía:

"Soy feliz, séanlo también ustedes. No quiero lágrimas. Recemos juntos con satisfacción. A la Virgen confío todo felizmente". En sus últimos momentos, dedicó unas palabras a la multitud, sobre todo gente joven, reunida en la Plaza de San Pedro: Yo los he buscado y ahora ellos vienen a buscarme. Su última palabra fue: "Amén" haciendo el gesto de la bendición hacia la ventana de sus aposentos, hacia los fieles apostados en la Plaza de San Pedro.



Juan Pablo EL GRANDE.

Despúes de su muerte, muchas personas, desde el cardenal británico Cormac Murphy-O’Connor hasta los periódicos italianos, se han referido a Juan Pablo II como Juan Pablo El Grande. Aún no se sabe si este póstumo título será oficial. Algunos observadores creen que se está formando una opinión popular, lo que daría validez a este título; los sabios de la Iglesia declaran que aunque no hay un proceso oficial para titular a un papa "El Grande", el título gana cada vez más credibilidad.



REGISTRO PONTIFICIO. 


3 Libros escritos.
6 Sínodos de Obispos realizados.
6 Hospitalizaciones.
9 Consistorios.
11 Constituciones Apostólicas.
14 Encíclicas.
14 Exhortaciones Apostólicas.
28 Motu proprio.
52 Ceremonias de canonización.
77 Matrimonios comunitarios celebrados.
104 Viajes.
129 Naciones visitadas.
145 Ceremonias de beatificación.
226 Primeros Ministros recibidos en audiencia.
232 Cardenales nombrados.
274 Unciones de enfermos.
300 Confesiones.
301 Parroquias visitadas.
321 Obispos ordenados.
482 Santos proclamados.
697 Ciudades visitadas.
703 Entrevistas con Jefes de Estado.
740 Visitas a la Diócesis de Roma.
1060 Audiencias públicas.
1339 Beatos proclamados.
1378 Bautismos administrados.
1595 Confirmaciones.
2125 Sacerdotes ordenados.
2412 Discursos pronunciados.
1’163,865 Kilómetros de viaje.


ENCÍCLICAS.


+ Ecclesia de Eucharistia, (17 de abril de 2003)
+ Fides et Ratio (14 de septiembre de 1998)
+ Ut Unum Sint (25 de mayo de 1995)
+ Evangelium Vitae (25 de marzo de 1995)
+ Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993)
+ Centesimus Annus (1 de mayo de 1991)
+ Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990)
+ Sollicitudo Rei Socialis (30 de diciembre de 1987)
+ Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987)
+ Dominum et Vivificantem (18 de mayo de 1986)
+ Slavorum Apostoli (2 de junio de 1985)
+ Laborem Exercens (14 de septiembre de 1981)
+ Dives in Misericordia (30 de noviembre de 1980)
+ Redemptor Hominis (4 de marzo de 1979)

Citas tomadas de la carta encíclica VERITATIS SPLENDOR...


La moral y la renovación de la vida social y política

Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia. Ciertamente, es largo y fatigoso el camino que hay que recorrer; muchos y grandes son los esfuerzos por realizar para que pueda darse semejante renovación, incluso por las causas múltiples y graves que generan y favorecen las situaciones de injusticia presentes hoy en el mundo. Pero, como enseñan la experiencia y la historia de cada uno, no es difícil encontrar, en el origen de estas situaciones, causas propiamente culturales, relacionadas con una determinada visión del hombre, de la sociedad y del mundo. En realidad, en el centro de la cuestión cultural está el sentido moral, que a su vez se fundamenta y se realiza en el sentido religioso154.

Sólo Dios, el Bien supremo, es la base inamovible y la condición insustituible de la moralidad, y por tanto de los mandamientos, en particular los negativos, que prohíben siempre y en todo caso el comportamiento y los actos incompatibles con la dignidad personal de cada hombre. Así, el Bien supremo y el bien moral se encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del hombre creado y redimido por él. Únicamente sobre esta verdad es posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y graves que la afectan, ante todo el de vencer las formas más diversas de totalitarismo para abrir el camino a la auténtica libertad de la persona. «El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás... La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, ni el grupo, ni la clase social, ni la nación, ni el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla»155.

Por esto, la relación inseparable entre verdad y libertad —que expresa el vínculo esencial entre la sabiduría y la voluntad de Dios— tiene un significado de suma importancia para la vida de las personas en el ámbito socioeconómico y sociopolítico, tal y como emerge de la doctrina social de la Iglesia —la cual «pertenece al ámbito... de la teología y especialmentede la teología moral»156,— y de su presentación de los mandamientos que regulan la vida social, económica y política, con relación no sólo a actitudes generales sino también a precisos y determinados comportamientos y actos concretos.

A este respecto, el Catecismo de la Iglesia católica, después de afirmar: «en materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la virtud de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del Señor, que "siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza" (2 Co 8, 9)»157, presenta una serie de comportamientos y de actos que están en contraste con la dignidad humana: el robo, el retener deliberadamente cosas recibidas como préstamo u objetos perdidos, el fraude comercial (cf. Dt 25, 13-16), los salarios injustos (cf. Dt 24, 14-15; St 5, 4), la subida de precios especulando sobre la ignorancia y las necesidades ajenas (cf. Am 8, 4-6), la apropiación y el uso privado de bienes sociales de una empresa, los trabajos mal realizados, los fraudes fiscales, la falsificación de cheques y de facturas, los gastos excesivos, el derroche, etc.158. Y hay que añadir: «El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos mediante la violencia a la condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficios. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano "no como esclavo, sino... como un hermano... en el Señor" (Flm 16)»159.

En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base fundamental —así como su urgencia singular— en el valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados160. Cuando no se observan estos principios, se resiente el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución (cf. Sal 14, 3-4; Ap 18, 2-3. 9-24). Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo —la primera entre ellas el marxismo—, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última —que guíe y oriente la acción política—, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia»161. Así, en cualquier campo de la vida personal, familiar, social y política, la moral —que se basa en la verdad y que a través de ella se abre a la auténtica libertad— ofrece un servicio original, insustituible y de enorme valor no sólo para cada persona y para su crecimiento en el bien, sino también para la sociedad y su verdadero desarrollo.

Gracia y obediencia a la ley de Dios.

Incluso en las situaciones más difíciles, el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al sagrado mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad personal. Ciertamente, la armonía entre libertad y verdad postula, a veces, sacrificios no comunes y se conquista con un alto precio: puede conllevar incluso el martirio. Pero, como demuestra la experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a romper esta armonía: «No hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rm 7, 15. 19). ¿De dónde proviene, en última instancia, esta división interior del hombre? Éste inicia su historia de pecado cuando deja de reconocer al Señor como a su Creador, y quiere ser él mismo quien decide, con total independencia, sobre lo que es bueno y lo que es malo. «Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 5): ésta es la primera tentación, de la que se hacen eco todas las demás tentaciones a las que el hombre está inclinado a ceder por las heridas de la caída original. Pero las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque, junto con los mandamientos, el Señor nos da la posibilidad de observarlos: «Sus ojos están sobre los que le temen, él conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar» (Si 15, 19-20). La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Ésta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia, expresada así por el concilio de Trento: «Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los mandamientos, por muy justificado que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el hombre justificado. "Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas" y te ayuda para que puedas. "Sus mandamientos no son pesados" (1 Jn 5, 3), "su yugo es suave y su carga ligera" (Mt 11, 30)»162.

El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la libertad humana. Es en la cruz salvífica de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del costado traspasado del Redentor (cf. Jn 19, 34), donde el creyente encuentra la gracia y la fuerza para observar siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las dificultades más graves. Como dice san Andrés de Creta, la ley misma «fue vivificada por la gracia y puesta a su servicio en una composición armónica y fecunda. Cada una de las dos conservó sus características sin alteraciones y confusiones. Sin embargo, la ley, que antes era un peso gravoso y una tiranía, se convirtió, por obra de Dios, en peso ligero y fuente de libertad»163. Sólo en el misterio de la Redención de Cristo están las posibilidades «concretas» del hombre. «Sería un error gravísimo concluir... que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un "ideal" que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las —se dice— posibilidades concretas del hombre: según un "equilibrio de los varios bienes en cuestión". Pero, ¿cuáles son las "posibilidades concretas del hombre"? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. Y si el hombre redimido sigue pecando, esto no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo, sino a lavoluntad del hombre de substraerse a la gracia que brota de ese acto. El mandamiento de Dios ciertamente está proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, aunque caído en el pecado, puede obtener siempre el perdón y gozar de la presencia del Espíritu»164.

En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios por el pecador que se convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor. En cambio, debemos recoger el mensaje contenido en la parábola evangélica del fariseo y el publicano (cf. Lc 18, 9-14). El publicano quizás podía tener alguna justificación por los pecados cometidos, que disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se limita solamente a estas justificaciones, sino que se extiende también a su propia indignidad ante la santidad infinita de Dios: «¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador» (Lc 18, 13). En cambio, el fariseo se justifica él solo, encontrando quizás una excusa para cada una de sus faltas. Nos encontramos, pues, ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del hombre de todos los tiempos. El publicano nos presenta una conciencia penitente que es plenamente consciente de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve en las propias faltas, cualesquiera que sean las justificaciones subjetivas, una confirmación del propio ser necesitado de redención. El fariseo nos presenta una conciencia satisfecha de sí misma, que cree que puede observar la ley sin la ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar la misericordia.

Se pide a todos gran vigilancia para no dejarse contagiar por la actitud farisaica, que pretende eliminar la conciencia del propio límite y del propio pecado, y que hoy se manifiesta particularmente con el intento de adaptar la norma moral a las propias capacidades y a los propios intereses, e incluso con el rechazo del concepto mismo de norma. Al contrario, aceptar ladesproporción entre ley y capacidad humana, o sea, la capacidad de las solas fuerzas morales del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y predispone a recibirla. «?Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?», se pregunta san Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida responde: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rm 7, 24-25). Encontramos la misma conciencia en esta oración de san Ambrosio de Milán: «Nada vale el hombre, si tú no lo visitas. No olvides a quien es débil; acuérdate, oh Señor, que me has hecho débil, que me has plasmado del polvo. ?Cómo podré sostenerme si tú no me miras sin cesar para fortalecer esta arcilla, de modo que mi consistencia proceda de tu rostro? Si escondes tu rostro, todo perece (Sal 103, 29): si tú me miras, ¡pobre de mí! En mí no verás más que contaminaciones de delitos; no es ventajoso ser abandonados ni ser vistos, porque, en el acto de ser vistos, somos motivo de disgusto. Sin embargo, podemos pensar que Dios no rechaza a quienes ve, porque purifica a quienes mira. Ante él arde un fuego que quema la culpa (cf. Jl 2, 3)»165.

Moral y nueva evangelización

La evangelización es el desafío más perentorio y exigente que la Iglesia está llamada a afrontar desde su origen mismo. En realidad, este reto no lo plantean sólo las situaciones sociales y culturales, que la Iglesia encuentra a lo largo de la historia, sino que está contenido en el mandato de Jesús resucitado, que define la razón misma de la existencia de la Iglesia: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación» (Mc 16, 15). El momento que estamos viviendo —al menos en no pocas sociedades—, es más bien el de un formidable desafío a la nueva evangelización, es decir, al anuncio del Evangelio siempre nuevo y siempre portador de novedad, una evangelización que debe ser «nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión»166. La descristianización, que grava sobre pueblos enteros y comunidades en otro tiempo ricos de fe y vida cristiana, no comporta sólo la pérdida de la fe o su falta de relevancia para la vida, sino también y necesariamente una decadencia u oscurecimiento del sentido moral: y esto ya sea por la disolución de la conciencia de la originalidad de la moral evangélica, ya sea por el eclipse de los mismos principios y valores éticos fundamentales. Las tendencias subjetivistas, utilitaristas y relativistas, hoy ampliamente difundidas, se presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como usanzas, sino como concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico, que reivindican una plena legitimidad cultural y social.

La evangelización —y por tanto la «nueva evangelización»— comporta también el anuncio y la propuesta moral. Jesús mismo, al predicar precisamente el reino de Dios y su amor salvífico, ha hecho una llamada a la fe y a la conversión (cf. Mc 1, 15). Y Pedro con los otros Apóstoles, anunciando la resurrección de Jesús de Nazaret de entre los muertos, propone una vida nueva que hay que vivir, un camino que hay que seguir para ser discípulo del Resucitado (cf. Hch 2, 37-41; 3, 17-20). De la misma manera —y más aún— que para las verdades de fe, la nueva evangelización, que propone los fundamentos y contenidos de la moral cristiana, manifiesta su autenticidad y, al mismo tiempo, difunde toda su fuerza misionera cuando se realiza a través del don no sólo de la palabra anunciada sino también de la palabra vivida. En particular, es la vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios frecuentemente humildes y escondidos a los ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y fascinante en el que se nos concede percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicional a todas las exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles. Por esto, la Iglesia, en su sabia pedagogía moral, ha invitado siempre a los creyentes a buscar y a encontrar en los santos y santas, y en primer lugar en la Virgen Madre de Dios llena de gracia y toda santa, el modelo, la fuerza y la alegría para vivir una vida según los mandamientos de Dios y las bienaventuranzas del Evangelio. La vida de los santos, reflejo de la bondad de Dios —del único que es «Bueno»—, no solamente constituye una verdadera confesión de fe y un impulso para su comunicación a los otros, sino también una glorificación de Dios y de su infinita santidad. La vida santa conduce así a plenitud de expresión y actuación el triple y unitario «munus propheticum, sacerdotale et regale» que cada cristiano recibe como don en su renacimiento bautismal «de agua y de Espíritu» (Jn 3, 5). Su vida moral posee el valor de un «culto espiritual» (Rm 12, 1; cf. Flp 3, 3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos, especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el sacrificio de la cruz, el cristiano comulga con el amor de entrega de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia moral se revela y se realiza también el efectivo servicio del cristiano: cuanto más obedece con la ayuda de la gracia a la ley nueva del Espíritu Santo, tanto más crece en la libertad a la cual está llamado mediante el servicio de la verdad, la caridad y la justicia.

En la raíz de la nueva evangelización y de la vida moral nueva, que ella propone y suscita en sus frutos de santidad y acción misionera, está el Espíritu de Cristo, principio y fuerza de la fecundidad de la santa Madre Iglesia, como nos recuerda Pablo VI: «No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo»167. Al Espíritu de Jesús, acogido por el corazón humilde y dócil del creyente, se debe, por tanto, el florecer de la vida moral cristiana y el testimonio de la santidad en la gran variedad de las vocaciones, de los dones, de las responsabilidades y de las condiciones y situaciones de vida. Es el Espíritu Santo —afirmaba ya Novaciano, expresando de esta forma la fe auténtica de la Iglesia— «aquel que ha dado firmeza a las almas y a las mentes de los discípulos, aquel que ha iluminado en ellos las cosas divinas; fortalecidos por él, los discípulos no tuvieron temor ni de las cárceles ni de las cadenas por el nombre del Señor; más aún, despreciaron a los mismos poderes y tormentos del mundo, armados ahora y fortalecidos por medio de él, teniendo en sí los dones que este mismo Espíritu dona y envía como alhajas a la Iglesia, esposa de Cristo. En efecto, es él quien suscita a los profetas en la Iglesia, instruye a los maestros, sugiere las palabras, realiza prodigios y curaciones, produce obras admirables, concede el discernimiento de los espíritus, asigna las tareas de gobierno, inspira los consejos, reparte y armoniza cualquier otro don carismático y, por esto, perfecciona completamente, por todas partes y en todo, a la Iglesia del Señor»168. En el contexto vivo de esta nueva evangelización, destinada a generar y a nutrir «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6) y en relación con la obra del Espíritu Santo, podemos comprender ahora el puesto que en la Iglesia, comunidad de los creyentes, corresponde a la reflexión que la teología debe desarrollar sobre la vida moral, de la misma manera que podemos presentar la misión y responsabilidad propia de los teólogos moralistas. ... ... 115. En efecto, es la primera vez que el Magisterio de la Iglesia expone con cierta amplitud los elementos fundamentales de esa doctrina, presentando las razones del discernimiento pastoral necesario en situaciones prácticas y culturales complejas y hasta críticas. A la luz de la Revelación y de la enseñanza constante de la Iglesia y especialmente del concilio Vaticano II, he recordado brevemente los rasgos esenciales de la libertad, los valores fundamentales relativos a la dignidad de la persona y a la verdad de sus actos, hasta el punto de poder reconocer, al obedecer a la ley moral, una gracia y un signo de nuestra adopción en el Hijo único (cf. Ef 1, 4-6). Particularmente, con esta encíclica se proponen valoraciones sobre algunas tendencias actuales en la teología moral. Las doy a conocer ahora, en obediencia a la palabra del Señor que ha confiado a Pedro el encargo de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 32), para iluminar y ayudar nuestro común discernimiento. Cada uno de nosotros conoce la importancia de la doctrina que representa el núcleo de las enseñanzas de esta encíclica y que hoy volvemos a recordar con la autoridad del sucesor de Pedro. Cada uno de nosotros puede advertir la gravedad de cuanto está en juego, no sólo para cada persona sino también para toda la sociedad, con la reafirmación de la universalidad e inmutabilidad de los mandamientos morales y, en particular, de aquellos que prohiben siempre y sin excepción los actos intrínsecamente malos. Al reconocer tales mandamientos, el corazón cristiano y nuestra caridad pastoral escuchan la llamada de Aquel que «nos amó primero» (1 Jn 4, 19). Dios nos pide ser santos como él es santo (cf. Lv 19, 2), ser perfectos —en Cristo— como él es perfecto (cf. Mt 5, 48): la exigente firmeza del mandamiento se basa en el inagotable amor misericordioso de Dios (cf. Lc 6, 36), y la finalidad del mandamiento es conducirnos, con la gracia de Cristo, por el camino de la plenitud de la vida propia de los hijos de Dios. ..... Dado en Roma, junto a san Pedro, el 6 de AGOSTO —fiesta de la Transfiguración del Señor— del año 1993, décimo quinto de su Pontificado.


Varias fuentes. Recopilación realizada por A. Torres Sánchez.

0 comentarios