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La muerte de un PASTOR.

La muerte de un PASTOR.

Puede sonar paradójico, pero gracias a los modernos medios de comunicación la agonía y muerte de Juan Pablo II supo desnudar la más honda fibra de la cristiandad. Esa fascinación por la suerte del “líder”, del “padre”. El desvelo por el mortuorio sufrimiento del “guía espiritual”.

Todo aquello que coloca al hombre de hoy en el mismo nivel de aflicción que en su día pudo atrapar a cualquier feligrés del Medioevo. Aquí no hay nada extraño. La convicción de que sin un “pastor” no se puede vivir es el legado de un orden labrado desde la convicción del penitente rebaño. Una especie de monárquico vacío que proviene del no tan lejano súbdito, justo lo que el postmoderno ciudadano hereda sin reparos.

Rictus de una cultura que no se entiende sin estos aderezos. Desde el fenecimiento de los príncipes troyanos, Alejandro Magno, Carlos V, la reina Victoria y el propio J. F. Kennedy —sólo por nombrar a los más aplaudidos y “decentes”— el sabor de la “orfandad” devora el alma del que más.

Nadie queda ileso. Por ejemplo, el que escribe hasta hace unos días tenía en mente arremeter contra el modo tan indolente como el Vaticano exponía al maltrecho Sumo Pontífice ante su grey. Una manera lo suficientemente cruel como para descalificar a la doliente moral cristiana. Mas todo ello se deshace (momentáneamente) cuando vemos a esos mismos “martirizadores” sumidos en el profundo pesar de quien pierde a su Señor. Ya sólo queda invocar a un personaje que algún despistado pudiera señalar como digno de otro tiempo, y ello porque a pesar del tan mentado postmodernismo que nos adorna nunca hemos roto lanzas con ese “otro tiempo”.

Todavía conservamos intacta la “devoción” por aquellos que se colocan por nuestras cabezas y nos ordenan sacrificios de toda índole. Y siendo que la Iglesia fue el primer y único espejo que tuvo el Estado (y la política) para inventarse (siglos XI y XII), no podemos soslayar el impacto que la muerte de un papa acarrea. Sobre todo si sopesamos la enorme capacidad de liderazgo que Karol Wojtyla le supo dar a una institución que desde León XIII (1878-1903) busca no perder su sintonía con el mundo laico.

Combinar discursos de perdón para las históricas víctimas de la Iglesia (represión y martirio de herejes y el silencio por el holocausto judío) junto con discursos abiertamente conservadores (condenas al control de la natalidad, a la ordenación de las mujeres y al sexo libre), pasando por la condonación de la deuda externa a la vez que su confrontacional anticomunismo, lo catapultan como un hábil afianzador de un esquema escapado del de ayer.

Incluso quizá llegue a ser canonizado por decir todo lo contrario a lo que hicieron otros santos. Más allá de su ANACRONÍA, la Iglesia y Juan Pablo II (un admirador del místico San Juan de la Cruz, de ahí su predilección por el castellano) advirtieron muy bien la importancia de lo espiritual en el hombre contemporáneo.



@torres.

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